15 mayo 2011

Un paseo con Mapa



email # 3 - 6 Sep 2000 > 10:04 am

de un correo electrónico publicado en el libro-catálogo del Proyecto Mapa


(video)


Muy de mañana, atendiendo el toque de diana (despertador militar en los crucigramas), abordamos el Hércules C-130 de la Fuerza Aérea Colombiana pintado de gris con bodega de carga presurizada que puede adaptarse con rapidez para pasajeros, camillas o transporte de tropas; un avión de guerra con aspecto simpático que me hizo pensar en Pinocho y la Ballena. Después de una hora y cuarenta minutos de ruidoso y frío vuelo, con acentos de película vietnamita y gran emoción compartida, un contingente de artistas aterrizó en Puerto Inírida, un pueblo de ventipicomil habitantes a orillas del río homónimo y capital del departamento selvático del Guainía. Al descender se veía un tapiz de selva salpicado por espejos de agua y unas rocas enormes, unos 'montes islas' que emergían imponentes del follaje como en un paisaje chino, en la época del año cuando más alto están los ríos y son totalmente navegables, razón por la cual viajamos en esta temporada –una vez otorgados los permisos del ejército y la guerrilla, la cual nos dio el visto bueno.

Al llegar nos esperaban los venezolanos que llegaron en un Hércules idéntico, aunque camuflado de verde. Encuentro histórico! repetían los colegas, pues era la primera vez que aterrizaba un vuelo de carácter Internacional y se saludaban los soldados de una y otra parte en lugar de hecharse plomo y mirarse con recelo a lo largo de toda la frontera. De ahí nos montaron en buses para repartirnos en hoteles: El Orinoco, el Safari, el Toninas. A mí me tocó este último, nombre que le dan a los carismáticos delfines o bufeos rosados que habitan las dimensiones acuáticas de estos húmedos ríos; seres exquisitos de trompa alargada y frente extraterrestre, curiosamente parecidos al Hércules. Compré uno artesanal, de madera oscura, pequeño. Después de las inscripciones, en la plaza principal nos  esperaba una Concha acústica adecuada especialmente con festones, leyendas y mapas, donde una banda de estudiantes interpretó los respectivos himnos patrios en un melancólico tono indígena. Discursos, aplausos, calor, más discursos. De ahí nos repartieron en restaurantes para cumplir con las urgencias del almuerzo; gran blablablá y camaradería de artistas departiendo en campo ajeno. Aunque debo decir que me sentí un poco ausente, disfrutando la ocasión, obviamente, pero bajo el efecto romántico de acontecimientos íntimos recientes.

Después de una pausa siestil en los respectivos hoteles, nos recogieron para el muelle y nos embarcaron en bongos (canoas enormes talladas en un solo tronco de ceiba con capacidad para 15 a 20 personas) hacia la muy promocionada y sugestiva Laguna de las Brujas donde 'los delfines abundan’. Una vez allí, humanos de naturaleza decidídamente acuática se zambulleron en aguas hondas, dulces y frescas. Y mientras algunos chapoteaban como nutrias, castores, sirenas, o focas felices, otros flotaban en ese lago amniótico donde las famosas toninas (las 'brujas'?) aparecían y desaparecían en la superficie al ritmo de las exclamaciones de los visitantes y los camarógrafos que intentaban capturarlas con sus lentes, mientras yo, gatunamente, achicaba el agua de la canoa con un balde.

Al volver, siguiendo el itinerario secreto que nos tenían reservado, visitamos una choza artesanal donde unos indígenas exhibían sus cosas. Recuerdo a un indio viejo, vertical, parado estóicamente al pie de cuatro o cinco sencillísimas múcuras de barro mirando con ojos vidriosos hacia lo que podría ser el horizonte difuso de sus antepasados; una mesa al centro con enormes ovnis de casabe de apx 50 cms de diámetro (Gustavo Zalamea –mi nuevo cuñado– compró un paquete de retazos y me ofreció uno, primera degustación de esta arepa seca, ácida y arenosa, que me gustó a pesar de los adjetivos); un mostrario de artesanías modernas sugeridas por el descolorido y astuto hombre blanco, y una que otra figura emblemática de animales locales pintados en cortezas.

Por la noche, después de la cena, regresamos a la plaza para la proyección al aire libre de unos documentales colombianos que competían en realismo con el ambiente en que estaban siendo mostrados: refrescante. Aunque ya para entonces andaba super trajinado por el sol y el andar de acá para allá subiendo y bajando de buses que nos llevaban y traían de cada lugar, así quedaran a tres cuadras. De modo que me escabullí hacia el hotel aprovechando la oscuridad disipada del cinematógrafo, y para mi sorpresa la habitación lindaba exactamente, pared de por medio, con una discoteca (muy buena entre otras) de este pueblo rumbero y trasnochador. Cómo estaría de cansado que me dormí instantáneamente.

Al día siguiente nos esperaba en el muelle un planchón metálico, anaranjado y azul, vestido de fiesta con parlantes y bombas multicolores. Comenzaba el gran turismo silvestre y todos exhibían sus sombreros y pavas, sus cámaras fotográficas y de video. Untados de pegotes de bloqueador como soldados camuflados para una guerra alegre, zarpamos entonces río arriba, contra la corriente, hacia una comunidad de indígenas Kurripacos asentados en una población llamada Caranacoa. Después de hora y cuarenta minutos roaster (por aquello del sol), exactamente el tiempo que se demoró el avión de Bogotá al Guainía, y de ser interceptados a ratos por lanchas de combate del ejército colombiano (apocalypse now), llegamos a la mentada población donde nos esperaba la tribu en pleno. Nos bajamos del colorido planchón sobre una piedra muy grande y muy rara que ellos llamaron “la calle de honor”: un camino flanquedado por niños indígenas con sus caras decoradas con pigmentos agitando banderitas de cartulina coloreadas con témpera y lápices prismacolor, seguido de una fila de adultos en camiseta y cachucha de beisbol a los que les ibamos dando la mano, uno a uno, durante unos cincuenta metros, suavemente, pues ellos no aprietan. Un ritual educado y sencillo, conmovedor.

De entrada nos tenían preparada una 'caminata ecológica' mucho menos inocente que consistía en atravesar el poblado, pasar por los sembrados de yuca brava de donde viene el casabe -unas chagras ubicadas más afuera- para enseguida adentrarnos en la espesura durante un buen trecho siguiendo una línea de agua y trepar por resbalosas laderas para salir, más arriba, sobre una piedra enorme, una de esas rocas 'chinas' desde la cual podía contemplarse la selva 360 grados a la redonda, y seguir caminando alrededor de otra hora como 'principitos' insolados sobre un planeta incrustado en mitad de la selva. Una formación geológica, según dicen, de 200 millones de años... ¡que espectáculo! Fragmentos de río aparecían y desaparecían, flores naranja y violeta surgiendo de las grietas, delicadas y pequeñas plantas de desierto que no había visto nunca. Subir y bajar y volver a subir acosados por la sed bajo el efecto de un sol 'canicular', como dicen los locutores –creo que nunca había tomado tanta agua, o no tan seguido. Cuando después de hora y media de marcha, hacia la hora del almuerzo, me dio en calcular: bueno, si todavía no hemos llegado a donde sea que vamos, con qué fuerzas y a qué horas nos vamos a regresar?  Lo sorprendente fue descubrir que en lugar de estar siguiendo una línea abierta, como íbamos creyendo, la trayectoria en que nos traían los guías se iba mordiendo la cola sin que nos diéramos cuenta. De modo que terminamos por salir aproximadamente encima de donde habíamos comenzado (humor indígena) sobre una acogedora panorámica de Caranacoa que se veía allá abajo muy home sweet home al lado del río. Lástima que la reconfortante panorámica no logre caber en las fotos.

El hecho es que al regresar nos ofrecieron la limonada más refrescante que recuerde haber tomado, anticipo del insólito almuerzo que vendría enseguida: un pescado 'moquiado', entero, de muy buen tamaño, envuelto en hojas de palma amarradas con bejuco, a la japonesa, y ahumado sobre leña (estuve de buenas pues no le tocó a todo el mundo); sopa de pescado con mañoco, que es una especie de polenta o cuscús aborígen sacado de la yuca; todo condimentado con un picante fuerte como ese del Vaupés que tanto me gusta y retazos de casabe, la arepa gigante, muy seca, que se conserva durante muchísimo tiempo. Pues “el casabe a todo sabe”, como bien dicen ellos.

Y ya para rematar, nos esperaba la consabida danza indígena (muy a lo national geographic) donde abrazadas parejas de adanes y evas, cubiertos con corteza de palma y un body-art dibujado con achiote, golpeaban la tierra con sus anchos pies callosos a mecánicos y tristes intervalos seguidos por parejas de niños que los imitaban entre obedientes y traviesos. Una presentación ofrecida a la curiosidad pintoresca del turista, paradójicamente 'fuera de contexto'. En cambio el solo de flauta, delgadita y aguda, que se fajó un abuelo de ochentaypico después de la danza resultó más convincente. Cumplidas las formalidades, y luego de algunos abrazos y fotos inter-étnicas, regresamos a Puerto Inírida sobre otra hora y media de planchón, colorados y contentos.

A esas alturas el trajín y el calor estaban comenzando a hacer estragos en mí contextura ciudadana, de modo que una vez llegados me escapé al hotel nuevamente perdiéndome del siguiente programa en la agenda: fiesta con música llanera y duelos de coplas al borde de una piscina y camaradería artístico-guapachosa rociada con harto aguardiente, manifiestos literarios y emotivos e ingeniosos intermedios de declamación, pues había poetas. (En otras circunstancias me hubiera incorporado al elenco). El caso es que después de zapear TVcable en el lobby del Toninas ('el mundo desde aquí’, extrañamente) casi no logro dormir gracias a la discoteca pared de por medio. Al día siguiente nos levantaron muy temprano para alistar morral a San Fernando de Atabapo, población venezolana a dos horas, esta vez río abajo. Con gran esfuerzo de mi parte, pues no dormí suficiente, agarré mis trebejos para sumarme a la ya muy integrada cofradía de bohemios.

Y bueno, misma calle de honor, pero esta vez con alcaldes, personalidades consulares y soldados de la “hermana República”. En la plaza, un busto de Bolívar se exhibía cubierto con las banderas tricolores en una versión kitsch del Balzac de Rodin, bastante más esbelta y también en levantadora. Bandas, discursos, poemas, almuerzo, calor, más calor, agua, bolívares, pesos, talleres en colegios y escuelas; montadas y caídas de un camión, pues logré una popularidad momentánea –teñida de gritos alarmantes y chistes de alivio cuando vieron que pude levantarme– gracias al stunt que protagonicé como si fuera mi doble. Y como el asunto no fue grave, seguimos a la exposición de nuestros fantásticos mapas intranacionales (sic), pretexto neogranadino y cuota 'política' de esta expedición, para cerrar con otra muestra de artesanías en la Casa de la Cultura con tucanes y guacamayas necesariamente multicolores, cardúmen de delfines tallados en maderas livianas y duras, y una colección de paisajes donde aparecían indios con canoas y canoas con indios sobre un inescapable fondo fluvial y atardeceres desleídos sobre el horizonte.

(clic sobre la imagen para ampliar)

Luego nos embarcamos hacia un lugar bautizado por Humboldt como la Estrella Fluvial del Sur, ombligo perfecto del utópico Mapa donde se encuentran ríos importantes como el Guaviare (sumado al Inírida), el Atabapo, y el legendario Orinoco. Una vez allí, la extensión nacarada de las aguas, espejo de mercurio con reflejos salmón prestados por el sol de la tarde, producía una espectacular panorámica de cielo a río abierto separada por una delgada bisagra vegetal dejándolo a uno como suspendido entre dos inmensidades. En un momento dado, a petición de Luis Angel (especie de Humboldt con sombrero vueltiao y líder de estas expediciones acuáticas) guardamos un minuto de silencio para oir lo que el río tenía que decirnos; silencio que se fue llenando con la melodía de un arpa llanera que uno de los músicos de abordo había compuesto especialmente para esta ocasión. Una vez cumplida la inolvidable y efectiva ceremonia (muchos contribuyeron al caudal con sus lágrimas), regresamos a Atabapo con el atardecer sobre estos ríos enormes que se distinguen en que unos son negros y otros verdes o amarillos.

Después de una cena compuesta de pescado 'palometa', más casabe, y un jugo muy sabroso, frutal y harinoso llamado jesé, presentaron una obra de teatro sobre la plataforma del muelle alumbrada con antorchas de kerosene. Bolívar, el héroe de siempre, llegaba en canoa con sus charreteras doradas y las piernas forradas en sendos chicles blancos. Una aparición fantasmal que emergía del río para enredarse enseguida con una Manuelita que lo estaba esperando y otra mujer torsidesnuda (al modo indígena) en diálogos de telenovela. Si la obra no era buena, el lugar y la circunstancia sí que tenían su gracia. Como no seguí la historia de cerca, aproveché para fumarme otro tabaco entre las estrellas y el planchón que nos hacía de palco, hasta que descubrí unas hamacas que habían 'guindado' en la embarcación con carpa de lona que venía amarrada a estribor, es decir, a la derecha. Una vez terminada la obra viajaríamos a Maviso, una isla de piedra incrustada en mitad de la Estrella fluvial, verdadero centro de la expedición sobre la que se levanta una casa blanca muy amplia donde pasaríamos la noche alrededor de una fogata.

Al rato de haber arrancado, muy cerca de un islote extraño que parecía flotante, sin asomo de tierra y de vegetación apretada, un chubasco repentino azotó la superficie del río. Por fortuna, el impulso mismo del viento nos arrinconó contra los arbustos en que consistía la 'isla' dejándonos enredados y quietos mientras disminuía el vendaval. De lo contrario, supimos luego, pudimos haber sido arrastrados peligrosamente río abajo sin mucha capacidad de maniobra... Una vez atracamos en Maviso sobre aguas transparentes y oscuras, como capas de vidrio superpuestas que se adivinaban muy profundas, nos instalamos en los respectivos sleepings y hamacas de modo que lo de la fogata quedó cancelado por el aguacero. El caso es que dormí ipsofáticamente sobre el piso de una de las habitaciones de la casa, esta vez en perfecto silencio.

De vuelta a Puerto Inírida, sede del paseo y último destino selvático, fuimos a esperar los aviones militares que llegarían supuestamente a las 10 de la mañana. La verdad es que tuvimos que aguardar en suspenso todo el lunes atisbando el horizonte cada rato pues no aparecían por ninguna parte. Finalmente, los colombianos estuvimos de buenas pues el avión llegó de Puerto Carreño a eso de las 7 de la tarde. Los venezolanos en cambio, tal vez en compensación por haber llegado antes primero, tuvieron que regresar al pueblo para que los recogieran al día siguiente. Una vez cumplidos los protocolos del caso, y una hora y cuarenta minutos más tarde, nuestro Hércules nos depositó en Bogotá –cual Jonás escupido por la ballena– sobre la tonificante y chubascosa extensión sabanera. Llegamos al aeropuerto de Catam, anexo a El Dorado y reservado para vuelos militares y gubernamentales, como a eso de las 22:00 hora militar, ya de noche.




Mi mapa. Óleo sobre papel