03 julio 2006

Botero me cae gordo


Publicado en la revista ESTRATEGIA Económica y Financiera - junio 15 de 1995


Lo difícil de querer ser un gran artista del Renacimiento, en esta época, es que toca negociar con los complicados tiempos modernos a partir de ser colombiano. Como puede suponerse, este desafío requiere una calculada posición estratégica. 

Botero pudo creer que una mezcla de talento, ganas y una buena dosis de sentido común era suficiente. Hablando de su estilo, explica: «Eso tomó 20 años; no es una cosa que pase de un dia para otro. Sin embargo, como la pasión del arte es la creación, entonces uno sigue trabajando. Un artista que trabaja para tener éxito pues no es un verdadero artista. La gran recompensa del arte es trabajar todos los dias».

Es claro que Botero es un artista naïf muy avispado, sabe que para abrirse camino tiene que encontrar la manera de conciliar los datos de su cultura primaria con la idea general de la historia del arte. Sabe, también, que esa historia tiene un momento de ruptura difícil de negociar entre el gran arte de la antigüedad y el arte moderno. Su instinto y su gusto lo hacen mirar al Renacimiento, a los primitivos italianos con su goce cromático y su imagineria religiosa, pero sobre todo a Della Francesca, a la eficacia contundente de su monumentalidad. En cuanto al siglo XX lo ve representado en las ideas arquetípicas que sobrevuelan la figura de Picasso; voraz y cosmopolita, gran depredador de formas culturales.

Comentando el exotismo que su obra parece poseer, esa diferencia que atrae o irrita al extranjero, Botero dice: «... tal vez eso ha sido para el arte una cosa buena, en el sentido de que hay cantidad de mentiras que se pueden inventar sobre nuestra realidad que a lo mejor no son así, pero el arte siempre esta basado en un mito en cierta forma, entonces es más facil mentir sobre lo que es desconocido que mentir sobre lo que es conocido. Total, que eso es parte de la posibilidad artística que tenemos nosotros».

En sus palabras uno oye, recompuesta, la conocida sentencia de Picasso «el arte es una mentira que nos ayuda a comprender la verdad» incorporando astutamente el dictamen. Recurso que percibimos cuando argumenta sobre la famosa 'fealdad' de sus figuras: «Si uno coge las más bellas figuras del arte y las pusiera en la realidad, serían monstruos: porque el arte deforma siempre. El arte es una deformación porque hay un concepto intelectual detrás de la creación que hace que la realidad sea transformada. La idea de la belleza en el arte no tiene nada que ver con la belleza en la realidad. Por ejemplo, yo nunca he salido con una mujer gorda, jamás».

No es sino oirlo hablar de esa manera tan suya, tan acelerada y sin matices, para darse cuenta que su sencillez es la del espíritu práctico del trabajador antioqueño: ¿qué es lo que hace falta? a dónde hay que ir? cuáles son los temas que pueden llamar la atención?, etc, etc. Botero encontró en los valores convencionales una especie de patria flotante desde la cual jugar divertida y maliciosamente con todo lo que se le atraviese. Todo un programa de eficacia e instinto: citaciones «cultas», oficio tradicional impecable, y escenas que corresponden, con malicia, al clisé latinoamericano. Si a esto le agregamos un entusiasmo paisa inmune a toda divagación reflexiva, el estilo del pintor se convierte en el fruto deseado. 

Las ocurrencias de Botero se destacan sobre el fondo de una historia del arte oficial, como de fascículo, cuyas ideas legendarias están vendidas de antemano, agregándole a ese arsenal de 'valores genéricos' el toque picaresco de sus figuras ingenuas y grotescamente burlonas, al tiempo que relativizan los grandes temas con su ironía de contraste. Esa realidad exhuberante y desmedida que vino a tipificarse internacionalmente como 'realismo mágico', noción de filiación surrealista. Una hipertrofia formal y retórica análoga al principio de mistificación que exhibe el talento narrativo de Garcia-Márquez. Una 'inflación', en suma, que procede de la apoteosis como mecanismo de compensación, como precisa Marta Traba : «La tendencia a la apoteosis es específicamente provinciana. Es el paradigma de las culturas de dominación... La apoteosis es irracional y se apoya en una emotividad a flor de piel, anti-crítica». 

No que estas culturas ignoren su realidad sino que en su abrumadora presencia, valga decir, de naturaleza, terminan por desconocerse a sí mismas; como si lo real-natural se diera en exceso produciendo el efecto contrario: fabulaciones. Por eso, más que realismo mágico, habría que hablar de hiperrealismo narcótico. Como lo representa Alfonso Quijano, artista colombiano de obra penetrante y escasa, en una de sus xilografías singulares: una mujer grávida y desnuda, una figura yacente entre dormida y despierta, aparece sepultada en mitad del paisaje entregada al letargo soporífero de unas flores de borrachero. Estado que se refleja en la quietud de las miradas soterradas de los 'muñecos' de Botero cargados de un mutismo sin tiempo, incapaces de comunicar otra cosa que su vacía presencia. Esas miradas vagas, bovinas, incrustadas como botones cosidos en la plenitud de las cabezas, son el asomo de una interioridad alienada, entre inocente y perversa. 
 
La estilización prototípica a la que han sido sometidos los cuerpos (su firma global) anula cualquier diferencia, de modo que todo sea igual y dé lo mismo: la colilla, la guanábana, una bandera, un loro, un señor, una teja... todo reducido a la eficacia plástica del canon formal; su estilo logrado. La Madre Teresa, con un lunar, se convierte en la misma putica de Medellín o en la condesa europea maquilladas con la misma piel pictórica mientras detrás de los regodeos sensuales de primer plano palpita una cosa sorda e inquietante que la obra de Beatriz González traduce en tonalidades más ácidas y tanáticas. Una forma de resistencia o rusticidad cultural, un humor crudo, altanero, como de fonda antioqueña, que traduce una afinidad sintomática con Botero. Las dos caras de una moneda nacional: por un lado, la plenitud exacerbada, femenina y fatal de la fruta, y por el otro, el escándalo popular, amarillista y bilioso de las tragedias pasionales y la telenovela.

Paloma en los Campos Elíseos (foto:mca)
Y es esa necesidad imperiosa de despliegue formal lo que lo conduce con propiedad a la escultura donde su capacidad de transmitir abiertamente encuentra realización y destino. Como si el discurso callejero que la pintura muralista pretende encontrara en la escultura una versatilidad adecuada, un espacio donde el arte intercepta a la gente de manera desprevenida y directa, sin galerías ni museo. Como pudo verse en los Campos Elíseos mientras los camiones descargaban las esculturas enormes sobre sus zócalos de piedra en medio del frio otoñal, y la gente veía cómo se iba instalando sobre la tradicional reserva francesa una insospechada y alegre primavera. Un aire travieso, abierto y licencioso como un circo que llega con su caraicaturesco espectáculo de rarezas y monstruos.


Gran Torso (foto:mca)
Una vez situadas, las monumentales y arcaicas madonas con sus señorcitos endomingados sentados en su regazo dejaban suponer una profana y sutil duplicación del matriarcado religioso colombo-italiano, mientras que soldados romanos de bronce recreaban el ejército con su propia parada militar, invasiva. Las venus reclinadas, más profanas, y a pesar de los volúmenes expuestos y los enjambres de niños montados en sus nalgas, no resultaban demasiado rescatables -es claro que la tradición europea, cuadras mas abajo, en el Louvre, tiene con que competir. 

La gigantesca paloma, aerodinámica y precolombina como esas figuritas 'marcianas' del Museo del Oro, ostentaba frente a las parisinas una naturalidad y un vigor para nada doméstico, capaz de devorar de un picotazo a quien se les acerque. Pero lo más sorprendente en este despliegue monumental de humorismo fue tal vez la pieza ubicada estratégicamente en mitad del round-point: a primera vista, un descomunal e hiperbólico torso masculino invoca su memoria grecolatina con todo y hojita de parra, pero a una cierta distancia el monumento ofrece una segunda lectura: la impávida y severa presencia de un rostro indígena (intencional o fortuito) en donde la gran figura totémica, entre Sioux y San Agustin, se exhibe de modo ejemplar, impertinente, en medio de la prestigiosa avenida europea.
...

Es cierto que Botero, con esa compulsión laboral que lo domina, puede cometer toda clase de obras. Las buenas, según el adjetivo favorito de Marta Traba, son "espléndidas", rebosantes de irreverencia y plasticidad. Las malas (muchas, sobre todo las últimas) hay que tratar de ignorarlas.

Botero y Abu Ghraib / Rafael, Liberación de san Pedro, Vaticano (detalle)











A fuerza de repeticiones, que no de invención, y a pesar del oportunismo evidenciado recientemente en sus deplorables denuncias políticas, esos guerrilleros de opereta, esos "Guernica" de caricatura, esos "Desastres de la guerra" de Irak con que intenta moralizar a través de los medios masivos (80 pinturas como respuesta instantánea a Abu Ghraib), incapacita su arte para revelar, decir algo (ni qué hablar de Goya, Munch, Guston, etc). Logrando en cambio inundar el mercado con falsificaciones de Botero hechas por el mismo Botero en una proliferación que las aniquila y disuelve.

Si atendemos su obra en detalle –tratando de ver a través de la opacidad ofrecida por su logro económico–, podemos acceder al fondo intrincado y obtuso de nuestra nacionalidad: anacrónico, pintoresco, ajeno a las ideas, provinciano
 y astutamente conservador. Adjetivos que le caben perfectamente a nuestra idiosincracia, y que Botero, como colombiano, representa a cabalidad.


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