(a propósito del Ex-Libris)
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Publicado en Gradiva, Año II # 6, sept. 1988
Imaginémoslo hojeando sus libros en medio de la oscuridad de su celda animado por una luz inquieta, escasa pero suficiente (como se representa al filósofo en algunas pinturas de Rembrandt), encontrando en el hogar de aquella claridad la confrontación maravillada de alguien de su época con aquellos manuscritos amorosa y pacientemente iluminados, entregado, en suma, al placer de esa “salvación”. (Salvación precaria, si nos atenemos al espanto de su sueño). El hecho es que el monje, finalmente, se vió enfrentado a la contradicción que mezcla –en dosis personales– placer y culpa. Su devota devoción, valga la redundancia, le hizo conocer lo que otros monjes sintieron cuando la polifonía se introdujo en sus cantos religiosos, y que ellos adecuadamente llamaron “la lascivia del coro”. Hildebrando, como ellos, experimentó lo que hoy llamamos una emoción estética.
Imáginemos aún, para dar cuenta más precisa de ese sentimiento, aquel paisaje medieval en donde un placer indirecto, casi involuntario, se tiende entre dos abismos: el uno, bajo sus pies, en apretada confusión de huesos como advertencia inexorable de condenación; el otro, sobre su cabeza, en celeste disipasión de arquitecturas invisibles donde el ojo singular gobierna bajo el lema (condicional) de una redención inaudita. Todo porque en aquellos tiempos la emoción estética no se hallaba suficientemente diferenciada de la emoción religiosa: oración y arrobamiento eran uno, lo primero purificaba lo segundo a condición de serle fiel como mandato. De este modo, los manuscritos que el monje acariciaba, primero con devoción luego con placer, resultaron ser los recipientes de una doble naturaleza donde la emoción estética no podía asumirse sin pagar antes su cuota ineludible de culpabilidad. Y es ante esta dualidad, aparentemente irreconciliable, donde la astucia del monje se nos revela como 'negociable': Hildebrando ofrece sus tesoros bibliográficos a la Orden de San Bruno en donde caerán, tal vez, en manos más inocentes.
Todo esto no sería más que una historia ejemplar de aquellas que sirven para advertir sobre la inconveniencia moral de ciertos libros sino fuera porque nuestro monje tuvo buen cuidado, antes de entregarlos, de dejar en ellos un curioso y endiablado testimonio: en cada uno de ellos imprime la huella de su posesión sobre un pequeño papel que pega cuidadosamente en el interior de sus tapas en el cual ha escrito su nombre y coloreado su emblema distintivo. Con este gesto, que conmemora su placer y su goce, el monje redime integralmente su persona, es decir, su cuerpo y su alma. Sobre el “no gozarás en tu nombre” escribe su nombre logrando una maravilla de equilibrio a partir de una caridad bien meditada.
La historia que acabo de reconstruir en mis términos es ejemplar porque corresponde al inicio de una costumbre libresca donde los valiosos volúmenes recibirán consignaciones similares de sus orgullosos propietarios, y también, porque inaugura sin saberlo un género artístico, el Ex-Libris.
En adelante, siguiendo la lógica implícita de todo refinamiento, las variables jugarán principalmente alrededor de un asunto, “la identificación por las armas”, es decir, el Blasón. Luego, la escrupulosa codificación heráldica dará paso a un tipo de imágenes que si bien se desentienden de la estructura simétrica pertenecen por naturaleza al ámbito iconográfico de la imagen grabada o pictórica. En ese momento (siglo XIX) comienzan a hacer su aparición las recuperaciones Modernistas Simbolistas donde a pesar de conservarse el carácter emblemático se subvierte la imagen heráldica en la revelación de lo que el blasón, sin saberlo, ocultaba. Si bien el blasón se presenta estructurado sólidamente como cifra, donde los elementos se disponen en significación inequívoca, su desciframiento, no ya según sus propios códigos sino atendiendo “la otra cara de la moneda”, nos revela la temática intuitiva de la imagen poética. Curiosamente, el Ex-Libris comienzaría como género artístico ahí donde continúa de manera indirecta la expresión que se hallaba comprimida en la heráldica.
Y es en este punto donde una frase de Alfred Jarry (1873-1907, creador patafísico de Ubú Roi) se haga tal vez más pertinente: “Los clichés son la armadura de lo absoluto”, señalando de manera enigmática la potencialidad significativa que el cliché (la armadura), como investidura simbólica representa; es decir, el absoluto bajo el disfraz de una variable histórica cualquiera. Qué sería entonces lo que, en últimas, dicen todas estas imágenes? Qué es lo que se esconde detrás de sus máscaras de azar?
El análisis (que no requiere ser exhaustivo) de las imágenes de ex-libris que aparecen a lo largo de estos 500 años muestra la natural y absoluta predominancia de una unidad temática cuya alternancia, intermitencia o disociación, se presupone en las palabras Amor y Muerte (dato que igualmente arrojaría toda historia posible). Si esta polaridad esencial la entendemos como imagen-de-absoluto, cada cliché, cada imagen, nos informaría sobre su variable específica tipificada bajo las determinantes o circunstancias históricas que le correspondan. En cada imagen habría siempre una esencia y una circunstancia, un juego y unas reglas de juego. Bastaría sencillamente con atenerse a la imagen sempiterna del teatro donde el espacio escénico se presenta como un vacío potencial enmarcado por las máscaras de lo Trágico y lo Cómico. Cosa por demás ya sabida, sólo que saberlo no invalida, ni mucho menos agota, la increíble capacidad generativa de dichos elementos. En este sentido, habría que decir que la obra de arte consiste en el arte de las variaciones, y que el conocimiento de este principio no garantiza en algún modo su eficacia.
Ahora, para considerar el Ex-Libris como género artístico tendríamos primero que identificar las condiciones concretas de su autonomía. Tendríamos que preguntarnos si el Ex-Libris es esencialmente un grabado que se pega en un libro, y que a pesar de esta función correspondería al grabado como género, o si en cambio su definición como 'género' reside en el carácter implícito de esta función. El Ex-Libris no se definiría a partir de una técnica (como la pintura o el grabado) sino que encontraría su especificidad en su íntima relación con el libro. Según esto un Ex-Libris enmarcado, colocado por fuera del libro, sería otra cosa; un grabado que hace alusión al Ex-Libris pero que no funciona como tal.
En el Ex-Libris, como su nombre lo indica (“de los libros de…”), lo específico se atiene al libro y a las particularidades de su propietario, su 'poseedor'. El Ex-Libris, incorporado a un objeto que se abre y se muestra, que guarda lo que contiene preservándolo de la mirada inminente, es algo que se encuentra en medio de una actitud desprevenida; una forma de expresión literalmente marginal cuya autonomía –paradójicamente– no puede prescindir del libro como objeto. Lo que diferenciaría al Ex-Libris de otras imágenes pintadas es que es una imagen que se inscribe en un objeto que por principio la ignora. Así y todo, en su desprevención marginal, decorativa, esta imagen 'invasora' logra por sí sola dar paso a una expresión que la palabra calla en toda la extensión de su discurso.
El libro es el depositario de un conocimiento que en la intimidad de su consulta resulta secreto, oracular. Abrirlo, es un acto cuya espectativa se identifica con el deseo en su doble apariencia; un peephole cuya imagen residual no puede ser otra que la depositada en el fondo del pensamiento occidental: Eros y Thanatos. El "fruto prohibido" que Hildebrando de Brandeburgo acarició fervorosamente (como todos nosotros) y que le hizo descubrir, en medio del calor ambígüo y fascinante de sus llamas, la naturaleza de la pasión.
-Artículo referido en Fisae XXXI Congress
Anexo :
Eros and Thanatos : Ex-libris images as a cultural wallpaper
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