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Publicado en el MAGAZIN DOMINICAL de El Espectador #723 (23.03.97)
Cuando la necesidad y las ganas de hacer algo se presentan bajo el rótulo de Festival Internacional de Arte Ciudad de Medellín, SALON NACIONAL, nuevos valores en el arte, 1997, no es difícil darse cuenta que la energía y una cierta ingenuidad pueden darse al mismo tiempo. Energía, porque la conocemos, pura idiosincrasia en acción, ingenuidad, porque en un gesto de desafío entusiasta (poco reflexivo) termina por ocurrírseles la idea de lo que constituye, sin más, un Salón. La obviedad es tal, que la voluntad de actuar con autonomía termina por declararse en el más previsible de los convencionalismos, replicando la estructura formal de ese espectáculo desueto en que se han convertido los Salones Nacionales, vengan de donde vengan.
Los equívocos folletos que promueven el evento -con su aspecto cívico metropolitano, tipo empresa de energía eléctrica o teléfonía celular- ostentan tema y slogan en total consecuencia con la oficialidad que suelen tener los patrocinios: “Arte y Ciudad” y “La esencia del arte es libertad”. Dos lugares comunes que ilustran con suficiencia hasta dónde se puede llegar en la asimilación, sin resistencias, de lo inmediato. Como si el sólo hecho de reproducir la idea genérica de lo que es un Salón bastara para hacer “otro”.
“Difundir la obra de los nuevos creadores de las artes plásticas en Colombia”, más precisamente, “promover nuevos valores”, no deja de ser un propósito discutible. ¿Quién dijo que un valor, un nuevo valor, en arte, aparece “como si nada”, salido de la cornucopia del escudo nacional como un producto de una fábrica, amparado por el mito contemporáneo de que los jóvenes, por el sólo hecho de serlo, tienen la capacidad espontánea de generarlo? ¿Qué será, en últimas, lo que se entiende por “valor”? Si se trata de la aparición de una nueva figura sobre la escena, figurantes no han de faltar -tampoco pretextos-, pero si consiste en la aparición de un planteamiento singular, significativo, la exigencia es completamente de otro órden.
Pero supongamos por un momento que esto pudiera suceder. Dudo mucho, entonces, que un tal “valor” pueda detectarse de inmediato. Al no darse el contexto adecuado (nuestro medio cultural) que permita la apreciación de la nueva obra en el sistema de relaciones que ella misma genera, el reconocimiento de hitos creativos, de novedades reales, opera por lo general a posteriori, después de un tiempo en el cual pueda percibirse articulada a partir de la personalidad que la produjo y la historia en que se inscribe. De modo que si se está promoviendo un “nuevo valor” lo más probable es que nadie sepa en qué consiste, y, lo que es más curioso, que la obra capaz de representarlo, camuflada en su misma singularidad, no sea notada en absoluto.
Porque una cosa es reconocer un nuevo valor, y otra, instituirlo. Por eso ningún evento garantiza que lo primero suceda a partir de la simple intencionalidad del aparataje crítico especializado y el ritual selectivo dispuesto para tal efecto. El que un Salón Nacional pretenda, olímpicamente, instituir valores a partir de su plataforma oficial de lanzamiento no pasa de ser una hipótesis de trabajo, una “política cultural” que quiere jugar con un poder que sencillamente no le corresponde. La prueba está en que el tiempo generalmente los desmiente relativizando con implacable precisión lo que de ese modo pretende.
El arte no opera así (quiero decir, el arte, no el mundo del arte, que son dos cosas distintas). El arte por lo general, prescinde de intencionalidad, de voluntad autoconciente con respecto a una realidad inmediata. Su tiempo es un tiempo diferido, alterno, intuitivamente decantado. Sin embargo, el prototipo del artista actual es el de un adolescente que precisamente 'adolesce' la actualidad, en cuanto padece lo inmediato como una barrera con la cual se identifica sin poderla transparentar ni trascender. Tal vez será por eso que sus audacias resultan tan predecibles al no ir más allá de lo ilustrativo, de lo actual instaurado en ese mundo del arte en el que invariablemente se incluye. Como si no existiera la posibilidad de otra opción capaz de 'contextualizar' sus propuestas.
La estadística demuestra la fragilidad de estas ocurrencias respaldadas por mecanismos de mediatización o mercado. Lo que de esta manera se promueve no se sostiene en el tiempo. Tanto así que una simple entrevista personal, una confrontación detenida, directa, que verifique la consistencia del artista en cuestión, basta para poner al descubierto la precariedad de su invento.
No hay tal cosa, entonces, como un nuevo valor manifestado de manera concreta en la escena preconcebida del teatro. El principio es otro: la regla del arte es siempre la excepción. No puede invitarse deliberadamente a la precisa y puntual aparición del milagro.
Si hablamos de estos temas aprovechando la incomodidad, por exceso, de otro Salón Nacional, es para resaltar la inercia que de manera desapercibida, inconciente, acompaña a estos intentos fallidos de resucitar (o instaurar) una conducta cultural por decreto a punta de eventos que supuestamente la favorecen.
Para qué otro Salón, entonces, si no es para darle continuidad a la contradicción entre viejas ceremonias de consagración (más típicas del diecinueve) y la naturaleza de un arte en busca de nuevas formas de actividad y difusión? Para qué insistir, si lo único que se obtiene, aparte de la dudosa satisfacción de haber hecho 'otra vez' la cosa, es neutralizar la espontaneidad de los procesos creativos en la formaleta de la infraestructura que lo promueve?
Y es precisamente porque ya no resulta factible, que valdría la pena considerar de qué manera podría el 'mundo del arte' extender su territorio más allá de sí mismo, replanteándose sobre otras actividades para interceptarlas, así no sea más que para incorporarles –tal y como corresponde a sus funciones arcaicas– algo de natural enajenamiento.