25 septiembre 2007

Glenn Gould entrevista a Glenn Gould a propósito de Glenn Gould



Un par de textos traducidos del francés y publicados en la revista Gradiva, Año III, Nos. 7-8, en septiembre de 1988


1 (Gould)

“Yo soy un escritor canadiense y un hombre de comunicación que toca el piano en sus ratos libres”.

Curiosa manera en uno de los más talentosos pianistas de descentrar su ‘oficio’ con respecto a su persona.

Desertor de las salas de concierto a los 32, en pleno apogeo de su fama, Glenn Gould se retira definitivamente al estudio de grabación. Con respecto a esta decisión que tantas polémicas ha causado, él pensaba que la tecnología se interponía positivamente entre “la fragilidad de la naturaleza y la visión de una realización ideal”. De este modo su pluralismo en la ejecución asigna una nueva función al intérprete, el cual, captando la obra en su estructura, traspone la realidad de un modelo sobre su propia concepción.

Gould es también de aquellos artistas que no temen proponer la singularidad de su pensamiento autocrático; dice que en el mundo del arte no debería existir ‘demanda’ sino tan sólo un concepto de oferta... Lo que en su caso viene a ser una pura “ofrenda musical”.

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"En este texto, bastante revelador del genio de su autor, Glenn Gould se pone a sí mismo en escena: en el, vemos aparecer por alusión y con humor evidente el personaje de leyenda con sus fobias: el horror del contacto físico y los apretones de mano, la hipocondría, y más profundamente, el teórico de una humanidad depurada, el moralista austero y convencido que ha sabido, haciendo caso omiso de la búsqueda estéril de los honores y placeres mundanos, lograr acordar su vida y su fe: 'el último de los puritanos'".

Este texto fue publicado por varias revistas americanas, dentro de las cuales el High Fidelity Magazine de febrero de 1974.


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Glenn Gould –Señor Gould, creo saber que usted es más bien del tipo –perdone la expresión- duro de roer en lo que concierne las entrevistas.
Glenn Gould –¿De verdad? No estaba al corriente.

G. G. –Y sin embargo es el rumor que corre entre la gente de los medios, pero yo quisiera solamente tranquilizarlo prometiéndole excluir toda pregunta que pudiera parecerle por fuera de los límites de lo que usted quisiera comunicarnos.
G. G. –No veo realmente qué tipo de problema pudiera impedir nuestro propósito.

G. G. –Para ser claros, ¿puedo preguntarle en seguida si hay algún tema que no pudieramos abordar?
G. G. –No, ninguno realmente, salvo la música, ¡por supuesto!

G. G. –No quisiera volver sobre esto, señor Gould, puesto que su participación en esta entrevista nunca ha estado verdaderamente confirmada contractualmente, a no ser por un apretón de manos.
G. G. –Usted habla en sentido figurado...

G. G. -...por supuesto; pero yo había imaginado que lo esencial de esta entrevista tendría que ver con problemas relacionados con la música.
G. G. –¿Cree usted que eso sea tan importante? Según mi propia filosofía de la entrevista –y usted sabe que como entrevistador no he hecho pocas- uno puede llegar a las revelaciones más ricas tomando un atajo a través de preguntas que no tienen que ver directamente con el campo especializado de la persona entrevistada.

G. G. –¿Por ejemplo?
G. G. –Bueno, durante la preparación de mis documentales radiales, he entrevistado a un teólogo a propósito de la tecnología, a un geómetra a propósito de William James, a un economista sobre el pacifismo, y a una ama de casa sobre el mercado del arte.

G. G. –¿Pero también, sin duda, habrá entrevistado músicos sobre música?
G. G. –Ocasionalmente, y más que nada para hacerlos sentir cómodos frente al micrófono. Pero es mucho más interesante hablar por ejemplo con Pablo Casals sobre la noción de moda o el espíritu de los tiempos, que no deja de tener relación con la música, además; o con Leopoldo Stokowski sobre las perspectivas del viaje interplanetario, en donde usted estará de acuerdo en que hay una ligera digresión...

G. G. –Permítame proceder de modo afirmativo. ¿Hay algún asunto que usted quisiera discutir en particular?
G. G. –¡Pero claro! ¿Qué diría usted de la situación política en Labrador o de los derechos de los aborígenes en Alaska?

G. G. –Prefiero de todos modos comenzar nuestra discusión con algo que tenga que ver por lo menos con las artes.
G. G. –En ese caso, podríamos examinar el asunto de los derechos de los aborígenes a partir de una perspectiva etnomusicológica.

G. G. –Debo confesar que prefiero un punto de partida más convencional, señor Gould. Usted debe saber muy bien que hay una pregunta virtualmente obligatoria en lo que tiene que ver con su carrera. Se trata de la controversia que usted ha despertado al dejar de dar conciertos para de este modo no comunicar más que a través de los medios. Debemos por lo menos hacer alusión.
G. G. –Debo decirle que todo aquello implica consideraciones de tipo moral más que musicales. Pero si usted insiste sobre el asunto, procedamos entonces.

G. G. –Usted afirma -estoy citando- que la grabación y los medios representan el futuro...
G. G. –Es exacto...

G. G. -...y que por el contrario, la sala de conciertos, de recital, de ópera, representa el pasado pero, en términos más generales, también el pasado de la música.
G. G. –Así es, aunque mi único contacto profesional con la ópera haya sido un acceso de bronquitis que atrapé mientras tocaba en el viejo Fetspielhaus de Salzburgo. Como usted sabe, se trata de un edificio cruzado por toda clase de corrientes de aire y...

G. G. –No podríamos hablar tal vez de su estado de salud en un momento más oportuno, señor Gould. Mientras tanto, espero me disculpe si digo que afirmaciones del tipo que he relacionado anteriormente tienen algo de intrínsecamente autojustificativo. Después de todo usted escogió abandonar la escena pública de los conciertos hace ya alrededor de diez años...
G. G. –Exactamente nueve años y once meses en la fecha en que hablamos.

G. G. -...y usted estará de acuerdo en que la mayoría de las personas que se retiran de una carrera, así sea de modo tan radical, se apoya siempre, quiéralo o no, sobre la idea de que el futuro está de su lado.
G. G. –Es seguramente muy estimulante pensarlo. Pero yo quisiera retomar su utilización del término “radical”. Si yo me lancé al agua, fue ciertamente a partir de la convicción de que –dado el estado del arte- una inmersión total en los medios representaba una consecuencia lógica de mi propio desarrollo, de lo cual sigo convencido. Pero francamente, aparte de las ideas que a uno le gustaría hacerse sobre el pasado y el futuro, las motivaciones más fuertes que conllevan tales “arranques” o, para emplear sus propios términos, tales retiros, no tienen nada de “radical”. No son más que tentativas de resolver las confusiones y los inconvenientes del presente.

G. G. –No estoy muy seguro de haber comprendido su idea, señor Gould.
G. G. –Bueno, por ejemplo, me parece que un dolor de garganta es la mejor motivación que lleve a inventar un medicamento apropiado, y claro está, una vez patentado dicho medicamento, uno está en libertad de decidir que la invención representa el presente mientras que el dolor de garganta representa el pasado. Pero en tanto la enfermedad esté presente, es casi imposible pensar en esos términos. Inútil precisar que en el caso de mi bronquitis en Salzburgo, el medicamento era...

G. G. –Perdóneme la interrupción, señor Gould. Ya volveremos sobre sus desventuras salzburguianas en otra ocasión, pero yo quisiera por el momento que usted desarrollara su metáfora. ¿Debo entender que su retiro de la escena y su consecutivo alistamiento en los medios han estado motivados por el equivalente musical de un dolor de garganta?
G. G. -¿Encontraría eso reprensible?

G. G. –Para ser franco, me parece que es una actitud perfectamente narcisista. Es más, me parece que contradice la afirmación de carácter esencialmente moral que dice tener su decisión.
G. G. –No capto la contradicción, a menos, claro está, que usted considere la incomodidad por una virtud positiva.

G. G. –Mis opiniones no son el objeto de esta entrevista, señor Gould, pero voy a contestarle de todos modos. El problema no es una cuestión de comodidad o de incomodidad, de gusto o disgusto. Yo creo simplemente que todo artista digno de ese nombre debe estar dispuesto a sacrificar su persona.
G. G. -¿Con qué objeto?

G. G. –Para preservar las grandes tradiciones de la práctica musical y teatral, para mantener la noble responsabilidad jerárquica del artista frente a su auditorio. Tengo la impresión de que usted no se ha permitido jamás saborear el privilegio, que debía ser el suyo, de comunicarse con el público...
G. G. -¿A partir de una posición de poder y de dominación?

G. G. –Más bien dentro de un ambiente y un decorado que pongan de relieve su humanidad en su verdad pura y desnuda, desprovista de retoques.
G. G. -¡Y sin embargo con toda la puesta en escena del disfraz y del sacoleva!

G. G. –Por favor, señor Gould, no permitamos que nuestro diálogo degenere en una chanza burlona. Es evidente que usted no ha sabido disfrutar de una relación personal con el auditorio.
G. G. –Yo tendería a pensar que en cuanto relación personal, el éxito implicaría más bien una relación de 1 a 2.800 en una sala totalmente llena.

G. G. –La estadística no es mi fuerte. Yo intentaba hacer una pregunta más bien franca...
G. G. -...a la que trataré de responder igualmente. Para mí, la relación auditorio-artista es una relación de 0 a 1 y es ahí en donde la objeción moral entra en juego.

G. G. –No comprendo, señor Gould. ¿Podría explicarlo de nuevo?
G. G. –Primero, no me siento satisfecho con las implicaciones jerárquicas contenidas en la terminología que divide el “público” y el “artista”. Pero en lo posible, me parece que debería concedérsele al artista –por su propio bien como para el del público- el derecho al anonimato. Debería dejársele operar en secreto, sin que se sienta concernido por las exigencias supuestas del mercado, ni siquiera conscientemente, las cuales desaparecerían simplemente en el momento en que un número suficiente de artistas fuesen suficientemente indiferentes. Una vez aquellas exigencias desaparecidas, el artista abandonará el sentido falso de una pretendida responsabilidad “pública” y su “público” renunciará al papel de dependencia servil.

G. G. -¡Y “los dos jamás se encontrarían”!
G. G. –Al contrario, estarán en contacto, pero a un nivel significativamente diferente de aquel que une la escena con las primeras sillas.

G. G. –Señor Gould, entiendo muy bien la satisfacción retórica que le ofrecen sus desarrollos idealistas sobre este intercambio de papeles. Usted ha, por lo demás, consagrado no pocas entrevistas al concepto de “auditorio creativo” con sus connotaciones “Macluhanescas”. Pero olvida fácilmente que el artista, sea lo hermético que sea su estilo de vida, permanece como un personaje autocrático, una especie de dictador social benevolente. Olvida también que su público, sea cual sea la riqueza del aparataje electrónico de su gusto, se encuentra siempre al otro extremo de la recepción. Toda la búsqueda neomedieval del anonimato para el artista restituido al punto 0, y toda su ideología panculturalista vertical en beneficio del “público” no cambiarán las cosas.
G. G. -¿Puedo expresarme ahora?

G. G. –Por supuesto. No quería llegar a esto, pero yo insisto en la idea de...
G. G. -¿...del artista Supermán?

G. G. –Eso no es muy amable, señor Gould.
G. G. -¿...o del interlocutor como controlador de las conversaciones?

G. G. –No tiene por qué ser provocante. Yo no esperaba, evidentemente, respuestas conciliadoras de su parte, dado que usted pone en juego posiciones filosóficas con respecto a esos problemas. Yo esperaba, así sea por una vez, que usted hubiese podido admitir el haber tenido la experiencia de una relación real, de 1 a 1, entre el artista y el auditorio. Hubiera esperado su confesión de haber sido testigo personal del fenómeno magnético de atracción que existe entre un gran artista presente en carne y hueso trabajando frente al público.
G. G. –Oh, ¡pero si yo he tenido esa experiencia!

G. G. -¿Verdaderamente?
G. G. –Absolutamente, y no vacilo en decirlo. Hace muchos años, yo me encontraba precisamente en Berlín cuando Herbert von Karajan dirigía por primera vez la Quinta Sinfonía de Sibelius con la Filarmónica de Berlín. Como usted sabe, Karajan tiende, sobre todo con el repertorio postromántico, a dirigir con los ojos cerrados y a dar a su ‘gestualidad’ de baguette contornos coreográficos excesivamente convincentes. El efecto de todo aquello ha sido para mí una de las experiencias musicales y dramáticas indelebles de mi existencia.

G. G. –Usted lleva agua a mi molino con mucha eficacia, señor Gould. Yo sé que esta interpretación, o por lo menos su versión grabada ulterior, ha jugado un papel importante en su vida.
G. G. -¿Quiere usted decir a causa de su utilización en el epílogo de mi documental radial: The Idea of North?

G. G. –Exactamente; y usted admitió que esta experiencia indeleble surgió de un cara a cara con un auditorio y no simplemente del resultado descarnado y previsible de un disco, así hubiese sido bueno.
G. G. –Si, sin duda, pero debo decirle que yo no formaba parte del público. De hecho, yo me había refugiado detrás del vidrio de la cabina de radio que daba sobre la escena. Mi posición me permitía ver el rostro de Karajan y, por consiguiente, establecer una relación entre cada una de sus mímicas extáticas y el resultado sonoro producido. Ese no era el caso del público salvo cuando una indicación dada por la derecha o por la izquierda dejaba percibir su perfil. Pero la importancia radicaba en que la cabina de radio representaba para mí un elemento aislante, no sólo frente al público del cual yo era parte en cierto sentido, sino también frente a la orquesta y su jefe.

G. G. –Usted se apega a símbolos, ¡mi pobre amigo!
G. G. –Puede ser. Pero debo subrayar –entre nosotros, por supuesto- que cuando llegó el momento de incorporar esta Quinta Sinfonía de Sibelius dirigida por Karajan en The Idea of North, revisé toda la dinámica de la grabación para que correspondiera al ambiente del texto que se suponía debía acompañar. Semejante libertad es el producto de... cómo decirlo, de una irreverencia entusiasta característica de una relación de 0 a 1.

G. G. –Para mí sería más bien el producto de una falta perversa de escrúpulos. A pesar de todo soy consciente del hecho de que The Idea of North era una aventura experimental en radio en la que la palabra humana fue tratada casi como un instrumento musical.
G. G. –Es exacto.

G. G. –Y en donde usted hacía que se superpusieran, según la ocasión, las voces de tres o incluso cuatro individuos.
G. G. –Sí.

G. G. –Esta experimentación a partir de su propio material me parece totalmente legítima; lo que no es el caso de su manera de tratar o de maltratar el material de von Karajan. Después de todo usted ha admitido que su interpretación había sido para usted una experiencia “indeleble”, y al mismo tiempo confiesa abiertamente haber manipulado algo en donde los matices habían sido, sin duda, cuidadosamente escogidos de antemano. Y todo aquello para responder...
G. G. -...a mis necesidades del momento...

G. G. -¿...que correspondían por lo menos a un proyecto específico?
G. G. –Lo admito. Pero cada auditor tiene un proyecto específico, así no sea más que porque trata siempre de hacer coincidir su experiencia musical con su estilo de vida.

G. G. –¿Aceptaría usted que uno hiciera lo mismo con sus propios discos?
G. G. –En caso contrario, habría fracasado en los objetivos que me había fijado.

G. G. –De donde se concluye que usted acepta el hecho de que ningún criterio estético es necesario que sea aplicado por el auditor a sus propias interpretaciones tal y como usted las ha concebido.
G. G. –Usted sabe, yo no tengo ninguna certidumbre en cuanto a los méritos “estéticos” de la Quinta de Sibelius por Karajan tal como la escuché en aquella ocasión memorable. De hecho, la belleza del momento consistía en que yo era incapaz de decir si era o no una “buena” interpretación, sabiendo muy bien que yo era el testigo de una experiencia intensamente emotiva. Había simplemente logrado separar todo juicio estético. Me encantaría que ese fuera siempre el caso, sobre todo cuando se trata de la obra o el trabajo de otro. Por necesidad y por razones prácticas, me siento obligado a aplicar criterios completamente diferentes sobre mi propio trabajo, pero...

G. G. –Señor Gould, ¿está a punto de decir que usted no efectúa jamás juicios estéticos?
G. G. –No, aunque me encantaría poder decirlo, pues eso atestaría sobre un grado de perfección espiritual que no he logrado alcanzar. Mientras tanto, y para utilizar un cliché de moda, trato tanto como puedo de no aplicar más que juicios morales y de reservar los juicios estéticos para la evaluación de mi propia producción.

G. G. –Me siento forzado, señor Gould, a otorgarle el beneficio de la duda.
G. G. –Agradezco su bondad.

G. G. –...Y de esperar que sea fiel y sincero con lo que acaba de afirmar.
G. G. –Lo menos que se puede es intentarlo.

G. G. –Sobre lo cual, henos aquí frente a una cantidad de bifurcaciones posibles que ya no sé muy bien qué dirección darle a esta entrevista.
G. G. –Porqué no tomar la dirección más convincente, y yo trataré de seguirle...

G. G. –En ese caso, la pregunta más evidente sería: Si usted no aplica juicios estéticos a los demás, ¿qué dice de aquellos que aplican juicios estéticos a su propio trabajo?
G. G. –Oh, algunos de mis mejores amigos son críticos, ¡aunque no estoy muy seguro de que los dejaría tocar en mi piano!

G. G. –Pero, hace tan sólo unos instantes, usted aplicaba el término de “perfección espiritual” a un estado en el cual todo juicio estético sería suspendido.
G. G. –Ante todo, no quisiera dar la impresión de que aquello constituye el único criterio de un tal estado.

G. G. –Comprendo muy bien. ¿Pero sería tal vez justo decir que según usted la mentalidad crítica tiende a poner en peligro el estado de gracia?
G. G. –Aquello sería muy presuntuoso de mi parte. Como ya le he dicho, algunos de mis mejores amigos son...

G. G. -…críticos, ya sé; pero usted esquiva la pregunta.
G. G. –No fue deliberado. Me parece simplemente que no debe generalizarse, sobre todo si han de ponerse en juego reputaciones tan brillantes.

G. G. –Señor Gould, usted nos debe una respuesta.
G. G. -¿Verdaderamente?

G. G. –Estoy convencido. ¿Quiere que le repita la pregunta?
G. G. –No es necesario.

G. G. -¿Usted piensa entonces que los críticos representan una especie moralmente comprometida?
G. G. –El término “comprometido” implica que...

G. G. –Por favor, señor Gould, conteste a mi pregunta. ¿Es eso lo que usted piensa?
G. G. –Como le había dicho, yo...

G. G. –Es lo que usted piensa, ¿sí o no?
G. G. –(pausa) Sí.

G. G. -¡Evidentemente! Estoy seguro de que se siente mejor al haberlo finalmente admitido.
G. G. –Humm, no por el momento.

G. G. –No va a tardar.
G. G. –Usted cree?

G. G. -¡Sin duda alguna! Pero ahora que usted ha terminado por enunciar su opinión con tanta nitidez, debo señalar que usted mismo no se ha privado de firmar escritos críticos de vez en cuando. Recuerdo incluso un texto que usted escribió sobre Petula Clark y que...
G. G. -...que contenía una tal cantidad de juicios estéticos que debería ruborizarme hoy en día. De hecho se trataba esencialmente de una crítica moral en la que yo utilizaba de algún modo a la señorita Clark para hacer algunas observaciones sobre un medio social.

G. G. -¿Usted cree poder disociar la crítica estética –método que reprueba- y la fijación de imperativos morales válidos para una sociedad considerada como un todo?
G. G. –Creo que sí. Evidentemente, existen toda clase de zonas intermedias. Imaginemos por ejemplo que yo tenga el privilegio de vivir en una ciudad en donde todas las casas estén pintadas de gris...

G. G. -¿Porqué de gris?
G. G. –Resulta que es mi color favorito.

G. G. –Se trata de un color más bien negativo, ¿no?
G. G. –Por eso lo prefiero. Imaginemos para nuestra demostración que un individuo haya decidido súbitamente pintar su casa de rojo vivo...

G. G. -…destruyendo de ese modo la simetría urbana.
G. G. –Probablemente llegaría a eso, pero usted está abordando el problema desde un punto de vista estético. La consecuencia profunda de un acto tal, del hecho de que otros habitantes tendiesen a pintar su casa con colores chillones similares, sería casi que inevitablemente el de estimular un clima de competencia cuyo corolario sería la violencia.

G. G. –De lo que deduzco que según su paleta personal, el rojo indica una tendencia a la agresividad.
G. G. -¡Me parece que todo el mundo está de acuerdo con eso! Pero por el momento hay ahí una imbricación de estética y moral. La primera persona que pintase su casa de rojo podría perfectamente estar motivada por una preferencia estética. Me culparía por mi parte de haber sido riguroso con sus gustos. En cambio, sería mi deber tratar de persuadirla de que al abandonarse a preferencias estéticas personales represente un peligro moral para el conjunto de la comunidad.

G. G. -¿Se dá cuenta de que comienza a hablar como un personaje salido de una novela de George Orwell?
G. G. –El mundo orwelliano no me atemoriza particularmente.

G. G. -¿Y sabe usted, además, que está a punto de defender un tipo de censura que va contra toda la tradición del pensamiento occidental desde el Renacimiento?
G. G. –Completamente. Es además esta tradición la que ha puesto al mundo occidental al borde del caos. Este extraño apego a la libertad de movimiento y de lenguaje es un fenómeno muy específicamente occidental; proviene de la idea occidental de que es posible disociar sin inconveniente la palabra y el acto. Parece que está probado –lea lo que dice McLuhan en La Galaxia Gutenberg- que personas apenas letradas aceptan menos fácilmente esta distinción.

G. G. –también está dicho en La Biblia que desear el mal, es hacer el mal.
G. G. –Absolutamente. Sólo las culturas que, accidental o deliberadamente, no han conocido el Renacimiento toman el arte por la amenaza que es en realidad.

G. G. –¿La Unión Soviética respondería a un criterio tal?
G. G. –Completamente. Los soviéticos utilizan métodos algo abruptos, es verdad, pero sus preocupaciones están totalmente justificadas.

G. G. -¿Y qué dice de usted? ¿Acaso algunas de sus actividades no han violado jamás el rigor de sus principios y según usted, entonces, “amenazado” la sociedad?
G. G. –Sí.

G. G. -¿Quisiera hablarnos de eso?
G. G. –No particularmente.

G. G. -¿Ni siquiera rápidamente, a manera de ejemplo? ¿Usted, si no me equivoco, hizo la música para la película Matadero 5?
G. G. -¿Y entonces?

G. G. –Bueno, según los criterios soviéticos, podría clasificarse esa película sacada del libro del señor Vonnegut entre las producciones socialmente destructivas.
G. G. –Me temo que no tiene usted razón. Me acuerdo incluso de una jóven que me decía un día en Leningrado que Dostoievski, “aunque gran escritor era desgraciadamente un espíritu pesimista”.

G. G. –Ahora bien, el pesimismo, combinado con rezagos de hedonismo, era claramente el sello distintivo de Matadero 5.
G. G. –Sí, pero es más bien el aspecto hedonista de la película más que su carácter pesimista el que me ha impedido a menudo dormir.

G. G. -¿No aprueba entonces la película?
G. G. –Admiré locamente la calidad de su factura.

G. G. –Eso no es exactamente lo mismo que gustarle.
G. G. –De ningún modo.

G. G. -¿No es entonces usted partidario de las teorías stravinskianas acerca del arte definido como un juego y una técnica?
G. G. –Para nada. El arte es todo menos eso.

G. G. -¿Qué opina de las teorías que contemplan el arte como substituto de la violencia?
G. G. –No creo en eso más que en todo aquello que denigra la idea de perfectibilidad del hombre.

G. G. -¿Qué hay entonces de la teoría del arte como experiencia trascendental?
G. G. –De las tres teorías citadas, es la única que me atrae.

G. G. -¿Tendría usted una teoría propia?
G. G. –Sí, pero no creo que le guste.

G. G. –Me siento lo suficientemente fuerte como para escucharla.
G. G. –Bien, yo creo que hay que darle al arte la oportunidad de su propia desaparición. Debemos aceptar la idea de que el arte no es necesariamente una cosa inocente, que algunas veces es potencialmente destructor. Deberían analizarse los dominios en los cuales es menos nocivo, utilizarlos como línea de conducta, y añadir al arte un componente que le permita presidir su propio desuso.

G. G. –Humm...
G. G. –Usted sabe, las diversas teorías actuales del arte –usted ha enumerado algunas- no están fuera de analogía con el movimiento contra la bomba atómica de santa recordación.

G. G. –Seguramente usted no está en contra de ese movimiento.
G. G. –No, pero dado que no sé de la existencia de un movimiento que desapruebe el que los niños le arranquen las alas a las libélulas, tampoco puedo participar. En tanto que no se reconozca la indivisibilidad de los dos fenómenos (el peligro de exterminación nuclear, así como aquel de la crueldad con los animales), en tanto que la agresión verbal y la agresión física no sean percibidas como las dos caras de una misma moneda, aquella de la competición, en tanto no se vea que cada posición estética tiene un corolario moral, yo continuaré escuchando la Filarmónica de Berlín detrás de un vidrio.

G. G. -¿Usted no espera entonces a que su deseo sobre la muerte del arte se cumpla en una perspectiva humana?
G. G. –No, y además no podría vivir sin la Quinta Sinfonía de Sibelius.

G. G. –Sin embargo, usted habla totalmente como un reformador del siglo XVI.
G. G. –Me siento muy próximo de esa tradición. En uno de mis mejores escritos...

G. G. –He ahí precisamente un juicio estético, ¿sí los hay?
G. G. -¡Mil escusas! Trataré de formularlo de otro modo. En otra ocasión me describí a mí mismo como “el último puritano”...

G. G. –Señor Gould, me quedan algunas preguntas que hacerle. En el punto en que nos encontramos, la más pertinente que pueda encontrar es la siguiente: ¿Existe alguna carrera que usted quisiera considerar aparte de aquella que haría de usted un miembro frustrado de la censura?
G. G. –A menudo he pensado que me gustaría estar detenido en una prisión.

G. G. -¿A usted le parece que se trataría en ese caso de una carrera?
G. G. –Pues claro, a condición naturalmente de ser completamente inocente.

G. G. -¿Alguna vez la han sugerido que podría padecer de un complejo de Mychkine?
G. G. –No, y estoy en condiciones de aceptar el cumplido. Es que, como lo indiqué, jamás he comprendido la obsesión por la libertad que prevalece en el mundo occidental. Tanto como pueda juzgarla, la libertad de movimiento se reduce con frecuencia a la movilidad; la libertad de expresión no es la mayoría de las veces más que una forma socialmente aceptada de agresión verbal. El encarcelamiento sería entonces un test ideal con el cual medir nuestra verdadera movilidad interior, nuestra verdadera fuerza espiritual. Nos abriría una opción verdaderamente creativa y humana.

G. G. -¡Señor Gould, ahí hay una contradicción en los términos!
G. G. –Realmente no la veo. Hay además una generación más jóven que la nuestra... Usted tiene más o menos mi edad, ¿no es cierto?

G. G. –Me imagino...
G. G. –Existe, pues, una generación para la cual el principio de competencia no es un componente inevitable de la vida.

G. G. -¿No irá usted incluso a tratar de convencerme sobre las virtudes de una especie de comunismo neo-tribal?
G. G. –No, y entre otras cosas la competencia entre tribus está, probablemente, al orígen del abismo en cual nos encontramos. Como le he dicho, yo no merezco que se me aplique el complejo de Mychkine.

G. G. –Su modestia es legendaria, señor Gould; pero, ¿qué es lo que lo lleva a esta conclusión?
G. G. –El hecho de que yo impondría a mis carceleros algunas exigencias de las cuales un espíritu realmente libre podría prescindir.

G. G. -¿Qué tipo de exigencias?
G. G. –Mi celda debería estar pintada de gris...

G. G. –No creo que eso sea problema.
G. G. –Según lo que sé, el último grito de la moda en materia penal es el de utilizar colores primarios.

G. G. -¡Ah, ya veo!
G. G. – Y claro, necesitaría tener el control del sistema de calefacción y del aire acondicionado. Los orificios de ventilación en el techo estarían descartados –como lo he indicado, soy propenso a la bronquitis- y si un sistema de ventilación incontrolable fuera utilizado, el regulador de humedad debería...

G. G. –Señor Gould, perdóneme por interrumpirlo nuevamente, pero usted ha indicado en varias oportunidades que sufrió una experiencia traumatizante en el Fetspielhaus de Salzburgo...
G. G. –No quisiera dejar entender que se trata de una experiencia traumatizante. Al contrario, mi bronquitis fue tan severa que tuve que anular un mes de conciertos, retirarme a los Alpes y llevar una existencia idílica en la más completa soledad.

G. G. –Ya veo. ¿Puedo sugerir algo?
G. G. –Claro que sí.

G. G. –Como usted sabe el viejo Festspielhaus fue originalmente una academia de equitación, y la parte trasera del edificio se incrusta en una colina.
G. G. –Es totalmente exacto.

G. G. –Como usted es evidentemente un hombre de símbolos – y sus fantasías de detención no son otra cosa que eso, estoy seguro- me parece que el Festspielhaus –el Felsenreitschule- con su decorado kafkiano, apoyando una montaña con la memoria de una movilidad ecuestre asediando su pasado, y que como si fuera poco está situado en la ciudad natal de un compositor que usted ha frecuentemente criticado, a riesgo de comprometer sus propios criterios de juicio...
G. G. –Si he criticado las obras de ese compositor, es porque son el reflejo de una vida hedonista.

G. G. –Sea como sea, señor Gould, el Festspielhaus es un lugar en donde un hombre como usted, en busca del martirio, debería regresar.
G. G. -¿Martirio? ¿Qué pudo haberle dado esa impresión? Yo no podría regresar en ningún caso.

G. G. –Por favor, señor Gould, trate de comprender. No existiría manera más significativa de mortificar la carne, de proclamar la trascendencia del espíritu, ni puesta en escena metafórica que ponga más en valor su propio estilo de vida hermética, que defina más elocuentemente su búsqueda autobiográfica del martirio. Usted terminará por regresar, estoy convencido.
G. G. -¡Créame, yo no busco tal cosa!

G. G. –Sí, sí, señor Gould, usted tiene que volver al tablado del Festspielhaus, y afrontar nuevamente, voluntaria e incluso felizmente la tempestad de vientos y de aplausos frenéticos que devastan esta escena. Es entonces, y entonces sólamente, cuando usted habrá cumplido los designios sacrificiales a los cuales aspira de manera tan evidente.
G. G. –No me malinterprete, le juro. Agradezco su atención; pero es que según la frase inmortal de un personaje del señor Vonnegut, “todavía no estoy preparado”."

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Traducción del francés, Mauricio Cruz
Bogotá, agosto 27 de 1988



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2 (Watteau, por Philippe Sollers)

"Ahí están esas mujeres, netas, frágiles, inalcanzables, como saliendo de un sueño y disponiéndose a entrar al sueño mismo, inclinadas, dándose vuelta, indicando la salida o el círculo, el porvenir inútil, el pasado anulado sin cesar; acompañadas de sus propios reflejos centelleantes, no acaban de surgir y van ya a desvanecerse, como la breve melodía que les sirve de escala. Sólo están ellas, y los hombres no figuran más que como gestos en forma de caballeros. No hay más, en últimas, que el pintor y el nacimiento de los fenómenos. Dios sonríe. Ese era su plan." (...)


* Continúa en testa[ferro]


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13 agosto 2007

Obra en Diálogo



Exposición Museo de Arte Contemporáneo de Bogotá, 1988

Presentación del catálogo

En alguna ocasión, al abrir un grueso diccionario (valga la redundancia) me encontré con que las palabras del margen izquierdo, escritas en Griego, se ‘explicaban’ en las de la derecha, escritas en Inglés. En ese momento, al no conocer ninguno de los dos idiomas, el libro se convirtió inmediatamente, y a pesar de todo su despliegue didáctico, en un curioso objeto cuyas posibilidades no tenian mucho que ver con aquellas para las cuales habia sido concebido.

De modo similar, a quien se le ocurriera echar una ojeada a este catálogo (deliciosamente bilingüe) se encontraría con que, ignorando tanto el Español como el Alemán, todo aquello que estamos tratando de decir con palabras se resuelve en imágenes. Así, no pudiendo establecer diferencias ni semejanzas a priori, trataría todo el asunto con la mayor desprevención realizando el ‘diálogo’ que propone la exposición en un ámbito curioso: usaría lo que de lenguaje tiene el arte y tomaría como términos del mismo cualquier imagen frente a cualquier otra. Encontraría, tal vez, que las coincidencias difieren y las diferencias coinciden en un raro acuerdo complementario, y que lo internacional se ‘localiza’, hoy por hoy, en cualquier parte. Podría descubrir, también, que los artistas suelen dialogar con ellos mismos y decirse, incluso, lo que no saben. En un caso tal, repito, el espectador encontraría, gracias a las facultades de esa ignorancia idiomática, el procedimiento adecuado para entablar un diálogo sensible y desprevenido con las obras expuestas.

MCA


Cuatro Temas Desiertos (rojo)
Gouache sobre papel. Paris, 1985

En “Cuatro Temas Desiertos” (3 versiones en rojo, negro, arena) el problema clásico compositivo de figuras-en-un-espacio aparece manejado de modo harto literal. La selección de una serie de siluetas que actúan como formas vacías -en disponibilidad permanente de ser ocupadas por un contenido pictórico- dió como resultado una temática cuyos ingredientes (cráneo-botella-estrella-camello) se articulan en un orden básicamente narrativo, es decir, en un paisaje desértico.

La yuxtaposición de elementos sobre un mismo espacio era algo que había visto en algunas obras de Johns y Picabia. En mi caso, la coincidencia de estas figuras en un orden narrativo simultáneo o la anulación de su discurso lineal en una imagen total, unificada, sintetizaba en una especie de super-símbolo o ‘monograma’ visual mis intereses ya habituales a propósito de las relaciones entre palabra e imagen.

La ‘historia’ que contaban me hizo pensar en la pieza musical The lonely desert man sees the tents of the happy tribes (escena igualmente ilustrativa compuesta por Percy Grainger, compositor australiano), mientras que su resultado me dejaba, literalmente, frente al espejo emocional del período en que fueron realizadas.

MCA


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31 julio 2007

¿Quién le teme al Ministerio de Cultura?



Publicado en la revista ESTRATEGIA Económica y Financiera -Junio 31 de 1995


La respuesta a la creación inminente de este ministerio ha suscitado toda clase de reacciones: El Estado dice SI y la Cultura, representada por algunos insignes intelectuales, dice NO. La gente, por su parte, no sabe qué pensar ante esta curiosa disyuntiva en donde las opiniones se presentan contrarias a lo que podria esperarse. Lo que sí resulta claro es la desconfianza recíproca: mientras los representantes de la cultura reaccionan negativamente ante la iniciativa política, éstos, para protegerse, legislan apresuradamente para que el ineludible debate no entorpezca la voluntad oficial.

Se ha dicho ya que el «país cultural» no existe frente al «país politico», de ahí la suspicacia de muchos intelectuales y gentes pensantes. Por eso sorprende la formulación de una Ley General de la Cultura, simultáneamente rotunda e improvisada, cuando lo que se usaba era la creación de una serie de institutos que asumian más puntualmente las necesidades que se iban presentando. Pero también es cierto que si consideramos el crescendo gradual y no demasiado conciente de lo cultural en Colombia (que va desde una noción de las ciencias sociales traida por los refugiados de guerra europeos hasta la creación de Colcultura en el 68) la idea de una categoría ministerial podría tener una cierta lógica en cuanto gesto de legitimación del pensamiento creativo en este país, incorporándolo como valor constitutivo de la nacionalidad.

Cada cultura es cada cultura, pero el proceso de globalización producido y sostenido en gran parte por los medios masivos hace que todo se confronte y se influya en una amplia conducta de reciprocidades. La presencia de una cultura GLOBAL -que no necesariamente coincide con la de masas- las contiene a todas agitándolas bajo un patrimonio genérico sin fronteras, pasado y presente conjugados. Es así como la cultura de masas, tan discutida por su tendencia a los comunes denominadores y su consecuente comercialización, se impone de modo que las culturas locales terminan enfrentadas a otros valores y la vieja dualidad entre cultura culta y cultura popular (determinante de tantos comportamientos sociales) se va difuminando.

El artículo 70 de la Constitución del 91 habla de la cultura como «fundamento de la nacionalidad», una nacionalidad «plural y diversa». Consecuentemente podría pensarse que este fundamento, determinado precisamente por esa pluralidad y diversidad, es algo tan complejo que termina por desafiar la capacidad administrativa del estado. Es bien sabido que la mentalidad política a la que estamos mal acostumbrados carece de criterios suficientemente coherentes y versátiles para habérselas con semejante programa.

Al mismo tiempo, los intelectuales siguen confinados a sus nichos artístico-literarios de siempre, sin que al parecer hayan tenido realmente en cuenta la globalización informativa y sus inevitables consecuencias. Por eso, cuando el SI y el NO de sus respectivos discursos se enfrentan -no digamos en un clima de productividad sino como una cierta incapacidad de interlocución, que es lo que parece que está sucediendo- hay que entender que ambas posiciones se han sido transformando en la óptica de lo contemporáneo.

Por otra parte, resulta sintomático que ante una falta de referencias más acorde con nuestra condición cultural, se les ocurra que Francia pueda ofrecer un modelo adecuado. Las estrategias que corresponden a su elevada conciencia de identidad cultural (Francia = Cultura) son más el ejemplo de una encrucijada específica que una opción a exportar. Los franceses, al nombre de su «Ministerio de la Cultura», han agregado con sutileza evidente «...y de la Francofonía», extendiendo su territorio fonéticamente más allá de los limites físicos de su nacionalidad. Como el lenguaje de la diplomacia mundial ya no es más el suyo, saben que deben proteger su identidad del avance de una cultura global liderada mediáticamente por los Estados Unidos. De ahí sus politicas de impermeabilización que contrastan con la actitud de los japoneses que mezclan pasados coherentes con situaciones presentes de gran movilidad. Dos estrategias opuestas frente al problema de la supervivencia cultural. No entonces que necesiten 'fundarla', como es nuestro caso, sino proteger sus identidades ante una imparable erosión.

Para cada país «reconocer», «precisar» y «defender» su identidad (como dice la Constitución) parece ser una manera de mantener su capacidad de negociación. En cuanto a las estrategias, El proceso de vasos comunicantes, con sus diversas alturas y diámetros, es un buen ejemplo de estas nivelaciones en donde se intentan preservar ciertas formas mientras se intercambian contenidos. El problema es interactivo y no simplemente un asunto local.

Lo que pone al descubierto la propuesta de un Ministerio de Cultura en Colombia (su mérito involuntario) no es nada sencillo. A partir del momento de su señalización o nominación institucional la cultura aparece categorizada como un problema básico de la nacionalidad. Es decir, que al contrario de la conocida objeción, sí puede crearse «cultura por decreto», pero entendida de otra manera: 'decretar', más que resolver el problema, lo inaugura haciéndolo de este modo conciente.

El acceso a la cultura presupone una capacidad de relacionarse y comprender favorecida por la EDUCACIÓN. Una que permita la formación de criterios desde los cuales abordar las variables. La cultura global no se asimila a una cultura «culta», codificada como “sistema de valores”, sino como una capacidad de relación productiva con aquello que se desconoce. Sin acuerdos, el malentendido prospera con su efecto disolvente. Por eso, cuando se habla de Políticas Culturales, la fusión del 'país político' y el 'país cultural' se evidencia como una necesidad.

Culpar a la clase política siempre ha sido fácil. Lo que es menos obvio es ponerse a considerar si la clase cultural posee la capacidad inventiva que requieren los problemas sociales. Hasta el momento los argumentos políticos sobre la cultura dejan mucho que desear y no pasan de ser ocurrencias de primera mano, generalidades que no justifican un entusiasmo real. Como dicen los chinos «hay que diferenciar para juntar», y en un pais «silvestre» lo indiferenciado, por bueno que sea, no tiene muchas oportunidades de incorporarse a la conciencia como patrimonio.

Temor al Ministerio? Desconfianza justificada frente a lo político. Miedo a la cultura? En un pais tradicionalmente intimidado, este temor es más dificil de reconocer puesto que la censura y la devaluación del pensamiento creativo es el acuerdo (tácito) que protege nuestra inseguridad intelectual.

Lo que la creación de este ministerio implica -y esto aclara de algun modo las resistencias- es un desafío a la capacidad comunicativa de los colombianos; y no sólo entre nosotros sino con el mundo entero. El fenómeno es extenso, complejo, interministerial: Educación, Comunicaciones, Cultura, Relaciones Exteriores y Medio Ambiente.

Es claro que el hecho de decretar no resuelve el problema. Pero la ventaja de tener un Ministerio de la Cultura es la de poder reconocerla y cuestionarla sacándola del anonimato.

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30 mayo 2007

¿Cuál es el arte de los intermediarios?



Pregunta publicada en Gaceta #6, revista de Colcultura, 1990
















En esa ocasión, no propuse un artículo pero sí la imagen que lo representa : un Tiranosaurus Rex confrontando verbalmente a un grupo familiar distinguido que visita una exposición en el Louvre; un montaje que hice sobre una fotografía del XIX. Y como la diapositiva original se extravió, publicaron tan solo la pregunta.

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Y esta otra, que encontré hace unos días en las calles de Boston.

24 mayo 2007

Notas al Salón Regional #8 Estación de la Sabana



Texto inédito que no alcanzó a publicarse en el Magazin Dominical de El Espectador en 1997.


María Elvira Escallón, In Vitro, 1997















El tema, la Memoria

El curador, figura que vino a complementar la figura interpuesta y no siempre eficaz del crítico de arte, es básicamente un mediador. Su función principal es la de diseñar dispositivos comunicativos entre el arte y el público.

Ahora: asignarle precisamente este tema al Salón, a última hora, forzando artificialmente las obras en un sentido que no corresponde a la espontaneidad natural de sus desarrollos internos, obedece a un acto de emulación muy colombiano, tomado, como se sabe, directamente de la pasada Bienal de La Habana, así como a una estrategia temática, muchas veces discutible, sugerida por los manejos curatoriales internacionales. En este sentido, la orientación asumida en este octavo Salón Regional (que más parece "Nacional" en sus pretensiones escénicas) carece de la precisión que podría llevar a un conocimiento más concreto y profundo de la situación.

Con la intención no basta. El sentido de lo histórico, la necesidad de un fondo significativo que permita la relación de los diferentes aspectos y la exposición de ideas de base que generen comprensión resulta sencillamente insuficiente. Las personas invitadas, así como un gran porcentaje de las obras seleccionadas, terminaron más bien ilustrando el orden de realidad que corresponde a un tipo de memoria inmediata, típica de un consenso de primera página. Especie de "periodismo estético" dispuesto en escenografías y discursos del lugar común o señalamientos de lo ya señalado, camuflando obviedades apocalípticas en artesanía ritual.


El lugar, Estación de la Sabana

¿Qué será lo que significan todas esas discusiones tan de moda de Arte y Ciudad, de "arte y cultura ciudadana"; esa primacía de lo común sobre lo artísticamente comunicativo?

Cuestión escenográfica, como toda instalación. Un recurso de contexto inmediato así utilicen la Jiménez y sus pasadas glorias arquitectónicas republicanas. La estación simétrica (con todo y águila) como en un escudo, con sus columnas enfrentando verticalmente desapacibles e infinitos corredores burocráticos y algunos trenes viejos dando la inevitable nota museográfica. Una verdadera máquina del tiempo, pura nostalgia bogotana de película europea en donde la exitante cercanía del Cartucho y San Victorino favorecería, en el mejor de los casos, el encuentro casual (de afinidades imprevistas) entre artistas marginales y gente peligrosa. Pero no, del caldo subconciente no se sirve un hueso.

Todo ese fervor artístico ciudadano, socialización mediática de la conciencia colectiva (ninguna magia, todos antropólogos) esquiva racional y cautelosamente el problema de fondo: la relación conflictiva entre el lenguaje poético del arte, y la exterioridad funcional de las urgencias sociales. En la 'esquizociedad' el arte es apenas un pretexto, una cuota de cultura, y su servicio, una ilustración.

¿"Recuperación - entonces- del patrimonio arquitectónico de la capital"? Digamos más bien utilería dispuesta al teatro de lo institucional. Si de pertinencias y obviedades se trata, ¿porqué no hacer el próximo Salón Nacional en el Matadero Distrital? El crímen perfecto.


Los criterios, (taxonomías)

1- Dispositivo de memoria - "...el artista abandona el papel protagónico de la autoría planteando como punto de encuentro y motor de múltiples significados el objeto artístico...Cuando no hay original, se desvanece la idea de copia, y es así como aparece la obra como un dispositivo generador de memoria, memoria comprendida no sólo como capacidad de recuerdo y evocación, sino también como capacidad de olvido... Llaves que dan acceso al presente". Suburbia 22.

Leído entre líneas, uno podría pensar que la tercera parte de la exposición consiste en una nueva población de "readymades". Llamarlas "dispositivo generador de memoria" es orientarlas en una dirección contradictoria ya que el readymade consiste más bien en una operación cuya indiferencia estética no involucra ningún tipo de nostalgia, produciendo en cambio un raro olvido; en una palabra, posibilidad. Hé aquí la paradigmática idea del siglo, aquella de que "el espectador hace la obra", el problema de quién es realmente el autor: yo, tú, él, nosotros; ninguno de los anteriores. Y como las estadísticas demuestran que el público nunca hace nada, sobre todo cuando el artista tampoco, todo queda en manos del crítico. Porque en este juego el crítico (el jurado) es siempre el autor del artista, pues el público no es más que el testigo del acto notarial en que consisten las premiaciones.

2- El individuo recordado - "Fuera de los límites de la historia personal no hay rastro histórico posible; es más, si aparece, es para ilustrar el entorno natural de lo íntimo... la comunicación se da sólo en caso de que el espectador se interese o se reconozca con la obra... estas obras comparten entre sí un carácter profundamente psicológico, y en algunos casos mítico". Suburbia 22.

Esta segunda sección, retrato del artista moderno en cuanto aparece volcado sobre sí mismo (haga acuarelas, video, cerámica o performance), nos lo presenta un tanto confinado a los barrotes de su exhibiciónismo psicológico corrigiendo de algún modo el pasado "salón de autistas nacionales" con una repartición taxonómica en géneros y especies, como en cualquier zoológico o museo de historia natural.

3- El documento como recurso estético - "...El recurso documental como soporte y contenedor... punto de encuentro y transmisor de significados, comunes en este caso. Es lo social, lo ecológico, lo político, lo urbano, el mundo, la información... pensando en que la denuncia hay alguien que la tendrá que atender". Suburbia 22.

¿Significados comunes? Si el arte pudiera evitarlos!: maniqueismo político de los setenta reciclado en salsa ecológico-terrorista de los noventa. En cuanto a denunciar, artísticamente, y toda esa cuestión del "contenido", ya bien lo dijo Johns, el pintor: "Un mensaje es aquello que no podemos evitar decir, no aquello que nos habíamos propuesto decir."

Así, a pesar de que esta clasificación termina por reflejar actitudes de todos modos significativas en cuanto recoge y dispone sugerencias del folclor contemporáneo, sabemos que las clasificaciones, según la conocida historia de Borges (El idioma analítico de John Wilkins, 1942) podrían determinarse a partir de cualquier particularidad: los que usan mucho el piso, los que prefieren las esquinas o lo translúcido de las ventanas; aquellos que dejan todo casi intacto; los que participan, los que no; los que prefieren el amarillo...


Los premios del jurado
(Eduardo Serrano -crítico, Miguel Angel Rojas -artista, Ibis Fernández -Curadora para Colombia de la Bienal de La Habana).

La relación que el primero hace del Salón (Semana, nov. 24 a dic. 1), revela la candidez de sus aproximaciones al arte moderno en general y al contemporáneo en particular. Conjuga, como si nada, una visión bucólico-sabanera experta en quietos y confortables bodegones (la que le hace añorar so pretexto de memoria el "esplendor pretérito", los "tiempos idos", la "remembranza y nostalgia" del viejo Bogotá) con una admiración sin objeciones por lo que considera las audacias, "los argumentos de punta, impensables hace apenas un lustro", del "ímpetu y frescura de los principiantes", mientras machaca el lugar común de que "La pintura y la escultura continúan la decadencia ya evidente en eventos anteriores", como si hubiese en todo esto un misterioso y triunfal argumento.

De los premios (María Elvira Escallón, In vitro), sabemos que en una perfecta ilustración de principios (la 'memoria') "protegió con un vidrio el deterioro del edificio y lo volvió infinito con la colocación de un espejo en la pared del fondo"... De Carlos Blanco, Alas en espacio urbano nocturno, dice: "acudió a la iconografía religiosa como estrategia para acercarse a comunidades marginales que pueden beneficiarse con su cruzada artístico-social". ¿Cruzada artístico-social? La cuestión no pasa de ser una obvia estrategia "light", un puro juego de autopromoción a partir de artefactos publicitarios levemente angelicales. Sin embargo, el jurado -con algunas disidencias por el lado cubano y quién sabe qué opinión por cuenta del artista- dictaminó "brillantez de planteamientos, adecuados no sólo al tema del Salón sino a las inquietudes de la sociedad contemporánea".

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Por otra parte: no les parece que lo de las "adecuaciones" del arte es precisamente un asunto del cual, para bien o para mal, las famosas audacias del arte moderno intentaron liberarlo? En cuanto a lo de "las inquietudes..." no hace más que confirmar la necesidad estadística, meramente consensual, de las democracias actuales. Como si en el arte no contara para nada el principio de excepción ni su diferencia fuese el aporte a todas las nivelaciones del sentido común a que los medios masivos nos han ido acostumbrando. Por eso mismo, los argumentos en que se basa cualquier selección, las claridades de porqué esto y no lo otro, son tal vez la mínima función demostrativa que se le exige a un jurado. Pues si la gente pudiera informarse, algo entendería.

En la próxima Documenta, a modo de compensación (y no por considerarla ejemplar sino por subrayar un aspecto) proponen juiciosamente atender "el sentido de las trayectorias individuales más que la última obra", estableciendo con esto "un filtro para el todo vale" pues "la cuestión del criterio es fundamental". Por eso, la idea de una exposición temática como herramienta reflexiva no puede cumplirse sin una estrategia en que intervenga el criterio y no sólo una memoria asumida en registro emotivo. Que lo que tenga que ser dicho y mostrado venga mucho más de la calidad intrínseca de las obras, del orden del discurso propio al arte, que de la tentación expresiva de los organizadores.

En todo caso, queda claro que ante los dos énfasis principales que definen la mayoría de las políticas culturales (Creación y Patrimonio), la tendencia conservadora que ya nos conocemos opta tímidamente por la segunda haciéndose pasar por la primera.


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12 abril 2007

¿Qué tuvo que ver la cámara fotográfica con los comienzos del arte moderno?



Publicado en la revista ESTRATEGIA Económica y Financiera -Sep 30 de 1995


















La invención de la fotografía puede verse como un hecho alterno, como una incidencia casual, indirecta, en la gestación del Arte Moderno que comienza con el Impresionismo, hacia la segunda mitad del XIX. Se habla entonces del género paisajísta, de la influencia del grabado japonés, de las figuraciones científicas del color y el principio democrático de la luz. Un cruce entre ciencia de Newton y revolución Industrial y Francesa. El enigma 'teológico' del espectro, la aparición de la máquina y las convulsiones sociales.

Para comenzar, el Arte Moderno tuvo que perder la memoria. Una estrategia de olvido, según Manet, que consistía en "aislar la sensación", quedarse con ella y acoger el presente como don absoluto, inmediato :  silenciar la palabra y volcarse a lo perceptivo –el Clic! fotográfico. La historia del arte introduce una purga de las convenciones largamente heredadas. Los grandes temas, sus textos y narrativas de fondo, así como el modelado y el claroscuro, se van desdibujando. La superficie del lienzo ofrece un vacío dispuesto a ser impresionado por una imagen casual, más inmediata y directa. La "recuperación de la visión natural" a partir de "vibraciones coloreadas", como dijo el poeta Laforgue.

Proust comprendió claramente la novedad específica del Impresionismo. En Elstir (personaje de En busca del tiempo perdido) pone rasgos de Monet, el más representativo de los artistas del movimiento (aunque algunos suponen que su modelo fue Whistler).

"... podía ver que el encanto de cada una de sus obras consistía en una especie de metamorfosis de las cosas representadas, análoga a la que en poesía se llama metáfora, y que si Dios había creado las cosas nombrándolas, Elstir las recreaba al arrebatarles su nombre y asignarles otro... La obra de Elstir estaba hecha de esos raros momentos en que se ve la naturaleza tal como es, poéticamente (...) Superficies y volúmenes son en realidad independientes de los nombres de los objetos que nuestra memoria les impone cuando los hemos reconocido... Elstir se esforzaba en arrancar lo que sabía a lo que acababa de sentir. Su esfuerzo había consistido a menudo en disolver ese agregado de razonamientos que nosotros llamamos visión."

Una visión sin memoria, desnuda de lenguaje. La sensación es algo que se ofrece en tiempo presente. 

El pintor impresionista sale 'a buscar la experiencia espontánea al aire libre', por fuera del estudio y sus modelos estáticos. Su disposición aleatoria no busca tanto un Tema como acecha un Motivo, algo que lo detenga. Al igual que el fotógrafo, no sabe qué imágenes van a imprimirse su tela –impresionismo es su nombre. El pintor hace 'fotografismos' a mano, mientras el fotógrafo entrena su mirada en la cámara.

Manet, L'asperge, 1880. Musée d'Orsay
Esa desprevención ante el Tema sabe que ante la neutralidad de la luz, cualquier cosa da lo mismo: la imagen no tiene ya un filtro jerárquico, una codificación cultural que le diga de antemano qué merece, o no, ser pintado. Caso flagrante, y extremo, podría ser la tela de Manet donde aparece un espárrago. Allí no logramos saber si se trata de una pintura que nos presenta un espárrago o de un simple espárrago que nos enfrenta a una pintura. De todos modos la autonomía pictórica se afirma por encima del tema. Como decir que el arte abstracto está a un paso de proponer una imagen sin objeto, válida en sí misma como lenguaje pictórico.

Y la cámara, qué es una cámara fotográfica? Un ojo mecánico, una prolongación de la vista (como enseña McLuhan), un dispositivo que extiende la mirada más allá del cuerpo. La cámara es el ojo separado, la visión sin el lastre material, el ojo que vuela. De ahí que se haga explorador soberano, autónomo y flotante, dispuesto a contemplar y capturar el mundo en su diversidad voyerista.

Más allá de las intimidaciones o censuras que suponga el ser-mirado, el ojo mecánico mira por su cuenta, afirma el individuo. Su apropiación de la imagen real impone un criterio sobre la imagen ideal, metafísica, construida en el estudio de memoria, parte por parte. La fotografía ayuda a desidealizar, a 'desilusionar' la imagen pictórica haciendo de las venus mitológicas mujeres desnudas, negando que los ángeles puedan llegar a ser pintados, pues como dijo Courbet, padre del Realismo, "yo nunca los he visto". La 'realidad en directo' remplaza la imaginación de modo que los retratos ya no pueden mentir bellamente. Un emperador fotografiado es un hombre con corona. La fábula ideal se substituye ipso facto por una realidad sensorial, objetiva.

Mientras la pintura consideraba a la fotografia como mortal enemigo, queda en cambio liberada de todo servilismo, de toda dependencia de la realidad natural, pudiendo explorar los paisajes internos y síquicos que ofrece el proceso mental creativo. Es curioso de este giro que al marcar el final del imaginario habitado por el texto, la fotografía, sin querer, favorece la introspección personal (subconsciente) que venía gestándose en el Romanticismo.

Resumiendo, la fotografía es una forma de grabado instantáneo, que gracias a su inmediatez "elimina los procedimientos sintácticos de la pluma y el lápiz". Lo que significa que el automatismo, al suplantar el trabajo manual, termina por cuestionar la 'artisticidad' connatural al oficio. Tanto así que la fotografía introduce el dilema característico del arte moderno, la discusión de si algo "es, o no, arte". El valor del oficio manual y la suficiencia que pueda tener el pensamiento aplicado a diferentes procesos y medios, pero de manera más contundente y directa de lo acostumbrado. Proust vio que la cámara ayudó a "disolver ese agregado de razonamientos que nosotros llamamos visión."

Ahora, si la invención fotográfica logró subrepticiamente afectar las condiciones de la vida moderna como otro avatar de la máquina –reconfigurando nuestro paisaje natural y simbólico– qué pensar de la aceleración inaudita que introdujeron los medios eléctricos que la acompañan? Del telégrafo al radio y la televisión : la visión tele-transportada al utensilio doméstico.

Sencillamente, el ejercicio del arte ha dejado de ser una actividad definida por un oficio específico. Lo que estimula y extiende la discusión sobre su misma naturaleza.


Nota:

Sobre el espárrago de Manet, aqui (en francés)

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Nadar se movía

Publicado en este mismo número de la revista ESTRATEGIA

La exposición Quédese quieto! que presenta el Museo Nacional, está precedida de una serie de eventos alrededor de la figura pintoresca de Gaspar Félix Tournachon "Nadar" (1820-1910).

Nadar es un personaje sintomático que desborda la noción convencional del artista. Su carácter dinámico y aventurero comienza a ser percibido por encima del prototipo romántico 'bohemio', representando el entusiasmo del hombre moderno ante toda novedad radical, tecnológica. Caricaturista, escritor, publicista, editor, y su papel como pionero y promotor de la "navegación aérea" fotografiando Paris desde su globo. Como la conocida litografía de Daumier lo demuestra.

Su primera exposición retrospectiva tuvo lugar en 1965 en la Biblioteca Nacional de Francia. En el 94 el Museo d’Orsay (antígua estación de tren parisina convertida en museo del siglo XIX) va a consagrarle otra, seguida, un año más tarde, de la más reciente en el Metropolitan Museum de Nueva York en abril de este año de 1995. De modo que casi 100 años más tarde es cuando comienza a considerarse su contribución personal seriamente, asi como el estatus que ocupa ahora mismo el discutido y discutible "arte" de la fotografía.

La exposición que presenta el Museo Nacional enfatiza el Nadar retratista, articulado pedagógicamente con la influencia que pudo tener en la fotografía colombiana del siglo pasado respaldado por documentos de gran fuerza plástica e ilustrativa. Una muestra precisa e interesante montada con claridad museológica a pesar de su economía espacial. En las fotografías y documentos exhibidos no sólo accedemos al personaje desde su aspecto más conocido como iniciador del arte del retrato -con sus principios de encuadre, iluminación y expresión: el ABC de este método en el estudio de los personajes retratados- sino que constatamos el increible abanico de actividades en que se ocupó durante los 90 años que tuvo de vida.

En todo esto, una de las cosas que sugiere la muestra es cómo la fotografía ayudó a catalizar y refinar la capacidad introspectiva a partir de las sutilezas del retrato, abonando indirectamente el camino que llevaría al psicoanálisis a partir de sus capacidades de observación, penetración y desciframiento. Es claro que la fotografía, un arte subliminal, imaginario, no resulta nada inocente.

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11 abril 2007

Sobre Formalismo y Maestros Colombianos



Publicado en la revista ESTRATEGIA Económica y Financiera -Enero 30 de 1996




















¿ Qué tendría uno que decir de los “maestros colombianos” ?

Primero, que es una gente que comenzó a trabajar por los años 40-50, que es cuando comienza el arte moderno en este país y que por lo tanto representa lo que se llama 'arte actual' en un sentido más o menos inmediato. Artistas que aparecen casi al mismo tiempo (10 o 15 años más tarde) que los artistas norteamericanos que conformarían el famoso contingente del Expresionismo Abstracto, una de las primeras propuestas del arte moderno de este lado del mundo, junto con el muralismo mexicano.

Es la época, también, en la que el desplazamiento de París a Nueva York como capital cultural se comienza a percibir más nítidamente. América se ve como un continente disponible que da pié a una licencia exótica, muchas veces pintoresca, a la que muchos de sus artistas no van a resistirse. Incluso los pioneros de la pintura norteamericana como Pollock, Guston, y otros, van a nutrirse de lo que México, magnetizado por la pasión surrealista, ofrece como fermento popular.

El muralismo con sus dimensiones sociales les atrae no sólo ideológicamente sino en cuanto despliega un lenguaje pictórico espacial sobre grandes superficies. Espacialidad característica de la pintura norteamericana que asimila las condiciones psicológicas de una dimensión desarraigada y desértica (el Western), y por lo tanto proyectada y dispuesta a todo tipo de experimentos gestuales : una página en blanco. Como si lo difuso y complejo de sus referencias culturales terminara por liberar un orden espacial diferente, en contraste con el valor temporal (cronológico) del arte europeo y su carga de memoria autoconciente.

El clima de principios de siglo en Europa y Norteamérica se caracteriza por un impulso radical hacia la innovación, factor que estimula y orienta la producción artística en otros países. Ante a esto, los llamados “maestros colombianos” -bien sea que procedan, se queden o se hayan desplazado hacia estas latitudes- poseen una sensibilidad de base que los relaciona instintivamente con esos planteamientos.

Sin embargo, su marginalidad histórica, el hecho de no estar involucrados directamente en los frentes de creación, produce un respeto tácito por la Cultura europea al mismo tiempo que una ambición por la vitalidad modernista tipificada en la figura de Picasso, el gran referente. Su aproximación no es tanto entonces de tipo intelectual –en el sentido de una compenetración con el entramado de las ideas- como externa, formal y estilística, descuidando en cierta medida la elaboración 'interior' que corresponde al carácter inventivo. 

Obregón, Crucifixión
Muchos artistas del momento parecen inevitablemente seducidos por la versatilidad y la solidez formal picassiana, por las anécdotas de la aventura cubista emprendida con Braque, en donde el logro de la fragmentación (prototípica) induce todo tipo de juegos formales. De ahí que los artistas colombianos tuvieran que asumir el hecho cumplido de manera necesariamente pasiva, pues la dimensión contextual que el cubismo sugiere quedó, con notables excepciones (como es el caso de Obregón, el primer Grau y Ramirez-Villamizar) por fuera de sus posibilidades intuitivas.

Como resultado, comenzaron a aparecer una gran cantidad de variaciones geometrizantes aplicadas a cualquier ocurrencia con el pretexto inocente de 'modernidad', pero descargadas de poder conceptual generativo. Lo que produjo una gran cantidad de obras construidas alrededor de bases exiguas y difusas donde la pérdida de lo específico en la aventura pictórica (algo difícil de formular racionalmente) encontró en el universo aparentemente infinito de las mezclas un pretexto de diversidad.

En Colombia, por ejemplo, algunos maridajes de indigenismo retórico con técnicas de pincelada puntillista (Bachué) cubrieron centenares de metros cuadrados de edificios públicos bajo el pretexto de recuperaciones históricas necesarias. En otras ocasiones, la 'modernidad', aderezada a menudo por el buen gusto y un sentido sólido de la construcción, se presentó en su versión más exhuberante y coloreada. Como si los ejercicios de estilo fueran la demostración elocuente de que se pertenece a una época.

Y no que no haya habido talento, disposición y aciertos en los maestros colombianos. Muchos demostraron la vena artística que lo hizo posible, incluso por encima de artistas europeos a quienes favoreció estar en 'el lugar adecuado'.

Obregón, Botero, Grau, Manzur, Ramirez Villamizar, Roda, los Cárdenas, Beatriz González, Luis Caballero, Carlos Rojas, Bernardo Salcedo, y todos los que debería citar entre estas dos generaciones, están siendo ya en su mayoría editados en libros y publicaciones, expuestos en retrospectiva con todo lo que supone el haber sido aceptados y reconocidos en el medio cultural colombiano, donde el reconocimiento va generalmente acompañado de una efusión apologética, de una disolución de la crítica en aras de una aceptación consagratoria. Como si el logro social que eso representa estableciera un acuerdo tácito de celebración permanente.

Y es precisamente ahora, cuando el clima cultural en que fueron realizadas sus obras ha dejado de ser, cuando ya no participan de un tejido activo como el que supo propiciar Marta Traba, cuando estos maestros colombianos (emblemas parroquiales de una cultura que se representa en ellos mismos) comienzan a ofrecer sus esforzados estilos e ideas a la consideración de la cultura en la que surgieron.

Ante esta secuencia de consumaciones, una de las observaciones que pueden decantarse es que el arte colombiano, en términos amplios, es y ha sido esencialmente formalista. Así como formalista ha sido, no ya su cultura popular, de insospechada complejidad y riqueza, sino sus modos de relación en lo social.

Grau, Mujer dormida, 1960
Podemos constatar hasta dónde ha calado el efecto adormecedor si tenemos en cuenta que una gran parte de los artistas colombianos comienzan a decaer creativamente a partir del momento en que son reconocidos y aceptados (el caso palpable de Grau, de Obregón y de Botero). Una consagración idiosincrásica -al contrario de lo que supone la aparición de un referente- que indica un acomodo y una domesticación creativa poco deseables. Y sea tal vez, en el fondo, ese complejo de identidad, esa dificultad de aceptar y ser aceptado, tan connatural al espíritu colombiano, el responsable indirecto de este ablandamiento señorial.

Lo grave ante las reconsideraciones que el tiempo comienza a imponer, es que la crítica, tan ineludible como necesaria en cualquier cultura que pretenda madurez, termina por neutralizarse intimidada por el mecanismo que impide verificar las consagraciones. El punto no es tanto que los maestros colombianos sean o hayan sido buenos, regulares o malos, sino que no disponemos de los hábitos mentales que permitan hacer el balance para incorporarlos al tejido cultural y recoger su cosecha. Tal parece que los críticos, historiadores y artistas, poseen las limitaciones, capacidades y vicios de las culturas a las cuales pertenecen.

Sin este requisito esencial de la reflexión que acompaña a la crítica, esa disposición natural de confrontar seriamente opiniones, todo evento, todo libro, todo programa, todo Salón, toda exposición retrospectiva por más emocionada y socialmente efervescente que se presente, no pasa de ser un acto fallido, otra formalidad que desperdicia (porque ignora) lo que celebra.

Como si no pudiera entenderse que el sentido principal de las artes fuera precisamente el de refrescar lo establecido y no el de oficializar la novedad.


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22 marzo 2007

Being Digital (de Nicholas Negroponte)



Publicado en el MAGAZIN DOMINICAL de El Espectador #702 (27.10.96)

*reseña
“El autor fundó y dirige desde 1985 el Laboratorio de Medios (Media Lab) del Massachusetts Institute of Technology (MIT)... el mayor y más importante instituto de estudios e investigación interdisciplinaria de futuras formas de comunicación... Su libro ha sido traducido a doce idiomas y es un best-seller en los Estados Unidos y Europa.”

Así y todo, y a pesar de que el asunto de los bits es el punto básico en cuanto unidad irreductible del lenguaje electrónico binario, Being Digital, el libro de Negroponte, una entusiasta y sorprendente relación de las proezas tecnológicas de esos bichos que se mueven a la velocidad de la luz, va produciendo a lo largo de su lectura un fastidio generalizado seguido de una objeción muy precisa: ¿Cómo es que a medida que el confort, esa especie de cielo funcional, avanza, las personas directamente involucradas en su desarrollo van haciéndose cada vez más declaradamente simplistas e ignorantes ?

Si utilizo el plural es porque el caso Negroponte me hace pensar en Spielberg y en toda esa mentalidad norteamericana basada en la política comunicativa de que el lugar común, sea cual sea el asunto, vende más. Personajes como Carl Sagan -monaguillo de la cruzada científica- respaldan igualmente esa fe en los dividendos de un mundo cada vez más limpio y más blanco, mientras se resisten a reconocer y aceptar el mugre natural de unas condiciones humanas tan fundamentales como pueden ser los bits de información.

En el capítulo titulado En lugar de disecar una rana, construya una, comienza diciendo: “La mayoría de los niños estadounidenses no saben cuál es la diferencia entre los países del Báltico y de los Balcanes, ni quiénes fueron los Visigodos, o en qué época vivió Luis XIV. ¿Y qué ? ¿Se trata acaso de algo tan importante ? ¿Sabía usted que Reno está al oeste de Los Angeles ?”... Detrás del evidente espíritu práctico, y a pesar de las equívocas argumentaciones educativas que expone a continuación, el complejo de inferioridad del estadounidense promedio con respecto a culturas verdaderamente cultas como la francesa o la japonesa, busca evadirse en la positivista filosofía doméstica adoptada como argumento único de fondo: “... jugando con la información, en especial con temas abstractos, el material cobra mayor significado ... Y, !Oh maravilla !, mi hijo, de pronto, supo como sumar mentalmente cifras de tres o más dígitos. La razón era que habían dejado de ser números abstractos, carentes de significado, para convertirse en dólares que estaban relacionados con comprar y hacer cosas.”

Ejemplos de este tipo abundan en su libro entremezclados con sorpresas tecnológicas de primer orden, lo que lo justifica ampliamente en términos didácticos, pues no se trata, en lo más mínimo, de minimizar su importancia. Pero si lo que se busca es iniciarse en la trama de las implicaciones de los medios en la vida actual con todos sus matices, recomiendo un regreso a McLuhan en cuanto a imaginación, penetración y calidad humanística.

Negroponte, en todo un despliegue -no exento de rústica vanidad- termina necesariamente por afrontar el tabú camuflado en todo tecnócrata: sus predicciones sobre el arte del futuro -ya que el del pasado, para él, posee el mismo estatus de “un determinado vino Chardonnay o una cierta marca de cerveza”. Del mismo modo que para Bill Gates, los "misterios del arte" son el muro invisible con el que se topa finalmente el entusiasmo materialista proyectando ahí mismo la inocencia de un mundo dominical, meramente divertido, en donde “el límite entre el trabajo y el juego se irá diluyendo”, pues, “todo lo que importaba era ser un niño”.

... Si Nicholas, sí: eso es bueno, sano, y deseable. Pero, si seguimos así, ¿qué ejemplo le vamos a dar a nuestros robots ?

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Anexos:

1. Entrevista en la revista Wired con Negroponte.

2. Aventuras de un computador de manivela: The Laptop Crusade. Y también http://www.laptop.org el sitio oficial del proyecto.








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