Publicado en el MAGAZIN DOMINICAL de El Espectador #701 (20.10.96)
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Giorgio de Chirico, pintor metafísico. Una gran plaza italiana dispone escénicamente los elementos de la tragedia:
La cabeza de un yeso romano proyecta su mirada sobre el espacio nostálgico mientras a su lado, como una mano sin cuerpo, cuelga un guante rojo de caucho corriente. Más abajo, sobre el piso, en un lugar que correspondería al pecho de la figura, una pelota verde cierra el triángulo enigmático en cuyo centro, casi desapercibida, una puntilla proyecta su línea de sombra como un reloj de sol vertical. Canción de Amor (1914) es el nombre del cuadro. Un desmembramiento que por sutil no resulta menos inquietante: tradicionalmente, el personaje tendría en su mano la pelota, el globo, la figura orbital de una totalidad integrada (al modo de reyes y emperadores) o el disco del atleta.
En momentos del más intenso frenesí vanguardista, de Chirico optó por la detención reflexiva, por el distanciamiento irónico y poético. Su obra es el testimonio de un quiebre histórico, de un punto de no retorno en donde todo aquello que había sido rescatado por el humanismo renacentista encuentra su término y claudicación. Después de cuatro siglos la pintura y la escultura no podían seguir siendo los mismos.
El objeto, tal y como lo muestra su pintura, hace irrupción y la obra se convierte en una adivinanza de fragmentos, de piezas errantes que terminan por encontrarse alrededor de un ente enigmático: la obra misma. Sólo que el guante ya no es un guante, ni la pelota una pelota. Como dice Magritte en su conocida pintura La Traición de las Imágenes, "Esto no es una Pipa".
Las cosas son siempre otras cosas. Su rastro y conformación poseen una memoria simbólica dispersa que desborda su uso inmediato y la objetualidad recupera su 'escritura sagrada', su dimensión jeroglífica. Como si el arte reaccionara a la noción realista, más tactil que mental, del materialismo imperante. La realidad minuciosa -esas Enormes Minucias anticipadas en el libro de Chesterton- se ofrece como un enigma dispuesto a ser descifrado, a ser delirado en conciencia. De ahí que el surrealismo se convierta en uno de los laboratorios favoritos de la exploración detectivesca.
El arquetípico Objeto de Meret Oppenheim, taza, plato y cuchara forrados en piel, (1936) hace que el material superpuesto introduzca con su poder primitivo la hibridación entre las 'buenas maneras' de una cultura conciente, civilizada, y el 'salvajismo' de su contenido latente. Su marginalidad como mero utensilio doméstico es tan sólo aparente.
Annette, por ejemplo, la mujer representada en la dramática escultura de Giacometti (1962-63) a pesar de su pose hierática enfrentando la distancia -análoga al yeso de de Chirico- percibe frente al 'juego de té' de Oppenheim toda la implícita violencia del acto inocente. Su piel lacerada no es otra cosa que la cicatriz psicológica resultado del enfrentamiento con los objetos de su propia interioridad. Consecuencia necesaria o paso obligado de una cultura llevada al extremo de su exterioridad y eficacia. Lo largamente negado toma la revancha. El objeto deja de ser manipulado funcionalmente para rebelarse, y revelar.
Beethoven por su parte, héroe y genio romántico por excelencia del romanticismo en momentos en donde otra modernidad se inaugura, aparece en la escultura de Bourdelle Gran Máscara Trágica (1901) con el rictus de esa individualidad sacudida por los síntomas de su propio aislamiento. Al “descubrimiento del hombre y del mundo” representados por el Renacimiento, según Michelet, se agrega la sorpresa psicológica escondida en los artefactos de la Revolución Industrial.
Es así como cien años más tarde el Regalo de Man Ray en toda su inhóspita tibieza (una plancha de hierro con una hilera de tachuelas pegadas a su base) será recibido como el objeto mágico indeseado, como el fetiche que reposa en medio de todas las contradicciones aparentes. De las somnolientas Planchadoras de Degas y Picasso a la superficie quebrada del lienzo cubista la piel ha sido ya rasgada en sus interacciones con el mundo.
La imagen del hombre, el arquetípico Apolo de Belvedere, orgulloso prototipo de la civilización occidental grecolatina, ya no brota de la piedra como un dios dormido (tal y como describe Miguel Angel el surgimiento del milagro escultórico), ahora contempla sorprendido la piedra misma reincorporada a su lecho materno. La escultura de M. Heizer Masa Desplazada y Reemplazada de 1969 escoge el espacio abierto del desierto de Silver Springs en Nevada como inculta escenografía para una declaración artística notable: las representaciones narcisistas de la civilización, con todo su poder afirmativo extendiéndose sobre el espacio circundante, terminan por no encontrar una mejor inscripción que ese reconocimiento, que ese retorno a la materia de sus primeros comienzos.
La escultura moderna, entonces, al tiempo que recupera el valor expresivo de los nuevos materiales encuentra en el objeto un aliado simbólico para revelar un discurso alterno. El tipo de presencia, la expresión despojada de los cuerpos así como el elocuente residuo arqueológico de sus órganos-objetos están diciéndonos en su lenguaje artístico inmediato qué es lo que hay en el fondo de aquello que hemos venido llamando "La Historia".
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